Uno de los mayores problemas en la educación a día de hoy es la insistencia desmedida en la "creatividad" y el nulo interés por el refinamiento de las ideas, la educación del gusto o la evaluación de qué es aplicable o qué no. De un modo inconsciente la pedagogía que se hace llamar constructivista en realidad echa mano del innatismo más absoluto, el mismo que sustenta el mito del genio, pero esta vez aparejado a un cierto anarquismo en el que no se puede enseñar o se puede enseñar cualquier cosa, ya que al final todo tiene el mismo valor.
La consecuencia de esto es que los jóvenes acaban confundiendo las simples ocurrencias con las ideas genuinas. Les están inculcando un concepto de creatividad donde el proceso creativo está completamente ausente: uno se arremanga, tiene una ocurrencia cualquiera y ¡ale! ya puede lavarse las manos y repantigarse en el sofá con la satisfacción de haber acabado otra obra maestra. Si la aplicación es imposible y un desperdicio es lo de menos, porque al llegar a la meta todos recibimos la misma medalla.
La realidad es, por supuesto, distinta: las malas ideas existen, y un rasgo esencial de la persona creativa consiste en discernir cuáles son y sacar lo salvable antes de descartarlas. Los grandes pintores, poetas y directores de cine no han sido personas con ocurrencias para llenar un buque cisterna, sino quienes han sabido escoger unas pocas piezas del montón y sacarles brillo hasta que lo sublime se reflejaba en ellas, normalmente después de algún que otro fracaso. Cuando no mostramos a los niños que existe la posibilidad de fracasar ni les enseñamos a analizar el error les estamos robando la capacidad de ir a mejor: o bien educamos a narcisistas inútiles o bien a personas que al experimentar el fracaso no sabrán qué ha pasado ni tendrán la fuerza moral para sobreponerse, privando así a la humanidad de lo que podrían haber hecho de haber desarrollado su potencial.
Alegoría de la Vanidad (1636), Antonio de Pereda y Salgado |