¿A qué nos referimos cuando hablamos de verdad?
¿Es la posverdad de la que tanto se habla un sinónimo de la mentira?
Ciertamente, la palabra verdad es de uso tan generalizado que preguntarnos por ella puede parecer ridículo. De hecho a muchísima gente inteligente le parece absurdo hablar de verdad como algo más que adecuación lógica. Sin embargo, bajo la fachada de cotidianidad de considerar algo “verdadero” se esconde el problema de escepticismo moderno bajo otra guisa, una que a día de hoy nos hace posar la lupa sobre sus ramificaciones políticas y sociales.
Es sumamente interesante la primera definición del término que nos ofrece el diccionario de la RAE: Conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Ese cosas se acerca a lo que podríamos llamar verdad en mayúsculas: el orden de todo lo existente con independencia de nuestra perspectiva. Sin embargo, nos topamos aquí con un problema que nos es muy familiar en Filosofía: al no ser criaturas omniscientes ni tener posibilidad de serlo, no podemos llegar aprehender lo externo en su totalidad. De hecho, para más inri si bien la mayor parte de individuos pueden llegar a convenir esos conceptos de las cosas a un nivel elemental (Alto-bajo, frío-cálido, etc), también es cierto que las distintas culturas y una miríada de parámetros de socialización hacen que dos individuos puedan tener ideas distintas del mismo objeto, o que uno de ellos ni siquiera tenga esa idea porque nunca lo ha necesitado. Es decir: queda claro conceptualizamos, manipulamos y percibimos cosas, pero la totalidad nuestro mundo se nos escapa. Por muy bien que creamos conocerlo es imposible volverlo del completamente predecible incluso para la ciencia más estricta.
Por ello muchas veces verdad ontológica queda reducida a un ideal que no es patrimonio de nadie, sencillamente es lo que hay. Así, quedamos por fuerza confinados en una definición cotidiana o meramente lingüística de verdad, que no será sencillamente la correspondencia de palabra y pensamiento con el mundo; sino con nuestra reconstrucción imperfecta del mismo. Por ejemplo, en muchas ocasiones se corona la explicación del paso del mito al logos con la superficial moralina de la sustitución de una patraña fantasiosa por una verdad científica definitiva. Si bien es cierto que el paso de la explicación de un determinado fenómeno con dioses y geniecillos a uno que prescinde de ellos es un gran avance no se trata ni mucho menos del fin del camino: ahí tenemos el ejemplo del modelo astronómico ptolemaico, basado en la observación de regularidades físicas y capaz de predicciones de lo más precisas; y sin embargo desbancado por uno muchísimo mejor que encima simplifica los cálculos. Lo relevante aquí para la verdad no es tanto el contenido como el método de aproximación, y sobre todo nuestra actitud al enfrentar los nuevos datos con nuestro poso de creencias.
Ahora bien, llegados al callejón sin salida de la perspectiva comienzan a aparecer perversiones ingenuas o de plano malintencionadas. Aceptar que la realidad humana es siempre mediada es un acto de responsabilidad, pero dar el paso de decir que sólo existe ese medio -y por tanto puede ser alterado a placer- es saltar al vacío. Saber que nos relacionamos con las cosas que nos rodean mediante símbolos de las mismas es peligroso, porque a través de este mismo sistema también podemos manipular a las personas con las que compartimos lenguaje, haciendo que alteren su conducta de acuerdo a nuestro interés. Quizá el ejemplo más burdo es el de la mentira: decir algo que de plano no es, o que directamente es opuesto a lo que realmente hay. Sin embargo, hay formas mucho más sutiles de manipulación, que presentan lo existente de forma que desbarata el aparato simbólico de los demás en nuestro beneficio. Para ilustrar este punto con algo actual destacaremos el uso de términos como crecimiento negativo o desaceleración en vez de decrecimiento; crear conciencia en vez de adoctrinar; o discriminación positiva por segregación. Estos ejemplos se diferencian de los eufemismos tradicionales en que van más allá de la salvaguarda de los tabús una moral existente: a través del lenguaje pretenden alterar la realidad influyendo en las interacciones sociales más elementales, pero también en la investigación científica, el debate académico o la acción política.
Por tanto, el gran problema al que nos enfrentamos en esta era que muchos han llamado de la posverdad no es el hecho de que se mienta; pues mentir se ha mentido siempre, y mucho. El núcleo de la cuestión no es la falsedad en sí, sino las medidas que tomamos a la hora de asegurarnos de que estamos en lo cierto y la responsabilidad que ello supone, especialmente en el ámbito del debate público. La posverdad no es más que desentenderse de los hechos en nombre del pragmatismo justificativo o el identitarismo. Como he dicho, en nuestra era abundan los malabares lingüísticos, tan comunes hasta el punto de que han hecho olvidar a muchos que si bien nuestra realidad es mediada, el mundo sigue existiendo ahí afuera y en última instancia sus fenómenos no son más que el extremo visible de la verdad ontológica.
Aunque interactuemos con el mundo mediante aproximaciones imperfectas, la alteración del símbolo no implica un cambio en la realidad más allá de lo humano... y en el caso de lo humano, tan sólo en una diminuta parcela y por tiempo limitado. Tarde o temprano nos damos cuenta de que no se sostiene porque el mismo devenir parece revolverse contra de las falsedades que pretendemos entretejerle: uno puede hablar de desaceleración sólo hasta es que el estancamiento o la decadencia le hacen rugir las tripas, del mismo modo que uno puede negar la ley de la gravedad hasta que se queda sin dientes. Por tanto, trastocar intencionalmente el aparato simbólico de otros hasta volver el mundo irreconocible acaba repercutiendo negativamente en su capacidad para relacionarse con él. En otras palabras: la perspectiva se convierte sólo en discurso. En mi opinión, la única pauta viable para salir de la vorágine en la que nos hallamos sumidos es, en primer lugar fomentar una actitud crítica constante, que nos permita analizar si las palabras y los símbolos hacen justicia a los hechos y nuestra percepción de los mismos es mejorable. En segundo lugar, hay que tener siempre claro que la Verdad en mayúsculas es tan inalcanzable como ineludible. Es como hallarnos en en centro de un inmenso valle sin que nuestros ojos puedan percibir al mismo tiempo todos los picos nevados que nos rodean ni nuestros brazos abarcar al más pequeños de ellos, pero no por ello negamos la presencia de tales montañas.
Al final, cada uno puede decir y tratar de creer lo que quiera, pero afirmar que el emperador lleva un espléndido jubón de aire no altera su desnudez ni en un milímetro.
Texto ampliado a partir del guión de una intervención en el Seminario Permanente de Filosofía del CDLIB en 2019.
La verdad y la piedad, de Pompeo Girolamo Batoni (1745) |
Como historiadora interesada en asuntos políticos me lo he preguntado muchas veces. Pese a la importancia de tener en cuenta la definición de la RAE, me parece esencial tener en cuenta los factores culturales a la hora de realizar cualquier análisis, especialmente si se elabora un discurso relativo a otra cultura, aunque sin descartar tampoco nuestro punto de vista posiblemente influido por nuestra cultura; sobre todo por lo que mencionas en relación a las perversiones malintencionadas.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo con tu opinión respecto al análisis crítico constante; por desgracia esto es una utopía. Basta ver cuando la gente tiene que votar y antes de sumirse al análisis crítico se guían por el "mi familia siempre ha votado a esos, así que yo también" o "voto a esos porque es la ideología de moda"; misma dinámica aplicada a las polémicas sociales de la actualidad.