martes, 12 de septiembre de 2023

Ron en el cartón de leche

Todo el revuelo que está habiendo en torno al live action de One Piece ilustra perfectamente el punto de por qué no me gusta hablar de franquicias sino de obras concretas. Es exactamente lo mismo que valorar la calidad o belleza de una prenda de vestir porque lleva el logo de una marca prestigiosa, o un mojón plantado en un lienzo porque lleva la firma de un artista conocido.
    Hay adaptaciones cinematográficas que, independientemente de su fidelidad al original, son perfectamente válidas como entidades separadas. El Señor de los Anillos, Charlie y la Fábrica de Chocolate o incluso la infame Starship Troopers  (que ni se toma en serio a sí misma) funcionan como productos autónomos: puedes disfrutarlos y juzgarlos ignorando el producto original. Incluso puede que te entren ganas de leer el libro si no lo habías hecho.
    Con One Piece no pasa esto, sino lo mismo que con los fans de la trilogía de secuelas de Star Wars: no os gusta por lo que es, sino por lo que representa o la categoría a la que pertenece. En todas las reseñas favorables que he leído o escuchado se va en la misma dirección: es buena o aceptable por las referencias a otra cosa, provoca sentimientos de nostalgia o es decente si la ponemos al lado de otros live actions que requerirían abrir un ala nueva en el Abismo para contenerlos. Pero si ponemos la serie entre paréntesis y la analizamos por lo que realmente es no se sostiene ni la interpretación, ni la forma de contar la historia, ni los decorados, ni el vestuario. Es decir: si le quitamos la referencialidad es un producto vacío destinado a un público con un sentido de la pertenencia más alla de toda duda, pero una sensibilidad estética cuestionable.
    Además, al ser un derivado de manga y anime, los problemas que vemos en los live actions o las versiones CGI de los clásicos de Disney se multiplican por cien. Esto es así porque la historieta y animación japonesa dependen de un conjunto de recursos expresivos mucho más complejo (y menos naturalista) que el de sus homólogos occidentales. Además las reglas de la "suspensión de la incredulidad" cambian con el medio en que se presenta una historia, y en caso de ciertos tipos de manga son extremadamente maleables.
    Dicho en otras palabras: hay muchas cosas que en anime son aceptables (incluso icónicas) pero con actores reales u otro tipo animación quedan completamente ridículas. Ante esto uno tiene que escoger: diluyes esos elementos hasta que el producto no lo reconoce ni su madre, buscas un incómodo punto intermedio (fracaso asegurado) o te pones las gafas de buceo y das el triple salto mortal, tratando de recrear al milímetro el lenguaje del original... lo que es prácticamente imposible, extremadamente caro y probablemente se acabe viendo absurdo de todas formas. 
    No es casualidad que ciertas historias nazcan en un medio concreto: en cualquier otro hacerlas funcionar es imposible o requiere un trabajo tan costoso que no vale la pena. Por eso aunque podemos poner muchos calificativos feos al live action de One Piece, la palabra que mejor lo define es "innecesario".