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sábado, 25 de noviembre de 2023

Una crítica y una recomendación

Mi reseña de Napoleón de Ridley Scott puede resumirse en la siguiente frase: va dando saltos de un lugar a otro sin hilo conductor, fidelidad histórica o explicaciones convincentes. Disgusta al público sin conocimientos de la época porque no sabe qué está pasando en pantalla, y a los aficionados a la Historia por sus múltiples falsedades y oportunidades perdidas. 
    El proyecto de explicar la carrera político-militar de Napoleón y sus relaciones personales en una sola película ya era demasiado ambicioso, pero la falta de talento o ganas de explicar bien uno de los momentos clave de la historia moderna son lo que ha acabado creando un mal producto donde lo único que se salva es la fotografía.  Muchos críticos ya han señalado extensamente errores garrafales como que Napoleón nunca disparó contra las pirámides de Giza ni presenció la ejecución de María Antonieta, así que dejaré de lado estos elementos concretos para centrarme en aspectos algo más generales...

Contexto

No se explica casi nada del contexto, sobre todo las coaliciones contra Napoleón o por qué van a la guerra. Sólo hay una corta escena del Congreso de Viena al final de todo donde se debate qué hacer con él tras su regreso al trono de Francia. Ni siquiera tocan la restauración borbónica ni la coyuntura que lleva a la restitución de Napoleón en los Cien Días.
    Tampoco aparecen ni Italia ni España (aunque a la primera sí se la menciona de pasada). Prusia se asoma pero está casi ausente, salvo una escena del avance de Blücher hacia la batalla final. No se explica nada de la rivalidad con Rusia y Austria, ni se profundiza en sus respectivos emperadores. Tampoco aparecen las guerras en Europa central antes y después de la invasión de Rusia:  sólo una versión cutre de Austerlitz.

Batallas

Las batallas campales son un desastre: hay poquísima gente cuando deberían ser realmente masivas. Los campamentos parecen diminutos y están a tiro de la artillería enemiga. Hay un exceso de banderas nacionales (¡al menos una en cada tienda!) pero se ven muy pocas banderas de compañías, batallones o regimientos. 
    Las tácticas de infantería consisten principalmente en avances frontales en finas líneas de fuego, nunca se ven las columnas de marcha o ataque. El uso de la caballería es ridículo, sobre todo cuando unos coraceros se meten de lleno en un bosque a perseguir a unos pocos escaramuzadores o Napoleón ordena una carga frontal de caballería  justo detrás de su propia infantería, que ya estaba cargando. 
Tampoco existen las baterías de artillería, sino que todas las piezas estan concentradas en el mismo sitio.
   La maniobra de flanqueo que ganó Austerlitz queda ridícula, y se da una importancia exageradísima al hielo. En algunas batallas aparecen trincheras donde no debería haberlas, pero sin embargo los bastiones en la titánica batalla de Borodinó no aparecen, y la campaña en Rusia se reduce a un montaje de varias escenas de acción confusas. Las emboscada cosaca parece sacada del imaginario popular sobre Teutoburgo o Vietnam.

Personajes

Se deja de lado a demasiados personajes clave. Para empezar, los fundamentales mariscales de Napoleón no salen: Ney, Grouchy, Soult, Murat y compañía parece que no existieron. Tampoco aparecen enemigos fundamentales, como Kutuzov o Nelson. Al faltar tanto contexto (sobre todo la Guerra de Independencia en España) no se explica la enconada rivalidad entre Napoleón y Wellington. Tampoco se da ninguna importancia a las tropas de la Vieja Guardia, ni a su trágico final.


Recomendación final

En fin, es un desastre de película. Si queréis un buen filme sobre Napoleón que refleje la psicología del personaje o la escala de las batallas de la época ved Waterloo (1970). Es cierto que tiene fallitos y se toma licencias, pero es un clásico tan elegante que ni se nota. La carga emocional de escenas como Napoleón poniendo de su parte a los soldados enviados a apresarlo no tienen ni punto de comparación con el bodrio de 2023. Además, Waterloo está centrada en el período de los Cien Días y proporciona al espectador todo el contexto que necesita para entender lo que está sucediendo en pantalla. 

-la comparación hasta ofende-

martes, 12 de septiembre de 2023

Ron en el cartón de leche

Todo el revuelo que está habiendo en torno al live action de One Piece ilustra perfectamente el punto de por qué no me gusta hablar de franquicias sino de obras concretas. Es exactamente lo mismo que valorar la calidad o belleza de una prenda de vestir porque lleva el logo de una marca prestigiosa, o un mojón plantado en un lienzo porque lleva la firma de un artista conocido.
    Hay adaptaciones cinematográficas que, independientemente de su fidelidad al original, son perfectamente válidas como entidades separadas. El Señor de los Anillos, Charlie y la Fábrica de Chocolate o incluso la infame Starship Troopers  (que ni se toma en serio a sí misma) funcionan como productos autónomos: puedes disfrutarlos y juzgarlos ignorando el producto original. Incluso puede que te entren ganas de leer el libro si no lo habías hecho.
    Con One Piece no pasa esto, sino lo mismo que con los fans de la trilogía de secuelas de Star Wars: no os gusta por lo que es, sino por lo que representa o la categoría a la que pertenece. En todas las reseñas favorables que he leído o escuchado se va en la misma dirección: es buena o aceptable por las referencias a otra cosa, provoca sentimientos de nostalgia o es decente si la ponemos al lado de otros live actions que requerirían abrir un ala nueva en el Abismo para contenerlos. Pero si ponemos la serie entre paréntesis y la analizamos por lo que realmente es no se sostiene ni la interpretación, ni la forma de contar la historia, ni los decorados, ni el vestuario. Es decir: si le quitamos la referencialidad es un producto vacío destinado a un público con un sentido de la pertenencia más alla de toda duda, pero una sensibilidad estética cuestionable.
    Además, al ser un derivado de manga y anime, los problemas que vemos en los live actions o las versiones CGI de los clásicos de Disney se multiplican por cien. Esto es así porque la historieta y animación japonesa dependen de un conjunto de recursos expresivos mucho más complejo (y menos naturalista) que el de sus homólogos occidentales. Además las reglas de la "suspensión de la incredulidad" cambian con el medio en que se presenta una historia, y en caso de ciertos tipos de manga son extremadamente maleables.
    Dicho en otras palabras: hay muchas cosas que en anime son aceptables (incluso icónicas) pero con actores reales u otro tipo animación quedan completamente ridículas. Ante esto uno tiene que escoger: diluyes esos elementos hasta que el producto no lo reconoce ni su madre, buscas un incómodo punto intermedio (fracaso asegurado) o te pones las gafas de buceo y das el triple salto mortal, tratando de recrear al milímetro el lenguaje del original... lo que es prácticamente imposible, extremadamente caro y probablemente se acabe viendo absurdo de todas formas. 
    No es casualidad que ciertas historias nazcan en un medio concreto: en cualquier otro hacerlas funcionar es imposible o requiere un trabajo tan costoso que no vale la pena. Por eso aunque podemos poner muchos calificativos feos al live action de One Piece, la palabra que mejor lo define es "innecesario".

miércoles, 15 de febrero de 2023

La parte y el todo

Aunque muchas veces sólo centramos nuestra atención en piezas que individualmente son sublimes, la magia del cine también consiste en contextualizar elementos que por sí solos no serían tan memorables y volverlos icónicos. La armadura "desollada" de Drácula en la película de 1992 es un gran ejemplo de este efecto: en las asépticas fotos de una exposición parece un diseño formalmente original pero algo minimalista y plastiquero, sobre todo comparado con con otros diseños de Eiko Ishioka para la misma producción. En cambio, en la pantalla no parece un disfraz de fantasía sino que la iluminación, la música, los actores y otros elementos se confabulan para que en nuestra cabeza SEA la armadura del hombre-demonio Vlad Drăculea. 

    Es un efecto que sólo la combinación de buen gusto y visión de conjunto puede conseguir, pues de lo contrario nos toparíamos con un relato interesante pero visualmente soso o una colección de cosas individualmente bonitas.



martes, 20 de diciembre de 2022

Arte ludista o postureo apocalíptico

Desde hace unos meses se me hace curioso ver a tantos artistas  perdiendo los papeles en Instagram con las imágenes generadas por inteligencias artificiales, y parecer ser que dicha burbuja ha explotado en la última semana con un tsunami de publicaciones imposible de ignorar. 
    Comprendo el miedo que tal tecnología suscita, pero pretender que la gente boicotee las IA o incluso que puedan ser prohibidas por el Estado es querer lo imposible. Ese tren no va a parar por mucho que lo deseemos, y por tanto todos los futuribles que planteemos a partir de ahora deberán tener en cuenta la existencia de imágenes generadas de fácil acceso. Todo lo demás es hacer planes para un mundo que no existe o  peor: es tener el semblante de hormigón armado y exigir un estipendio a cambio de ser artista, sin tener en cuenta la obra producida o la opinión del público.
  Vaya por delante que a mí los resultados de las IA en su mayor parte me parecen sosos y tópicos, probablemente porque los criterios los han establecido personas sin gusto o porque en internet el arte genérico, el efectismo, los estilos con sello "de escuela", el manga más industrial o la pintura hiperrealista están sobrerepresentados: las IA se alimentan de eso. Por tanto, la única preocupación real que pueden suscitar es que haya gente con mal gusto que compre el pastiche y no presten atención al verdadero talento... Pero esto no es nuevo, de hecho es la preocupación clásica del artista moderno.
    En todo caso a partir de ahora quien lo tendrá más difícil no son los excelentes artistas a quienes veo palidecer sin necesidad, sino los mediocres que prefirieron seguir la corriente y lograr el aplauso fácil en vez de cultivarse. De la misma forma que escribir fanfics adolescentes no te convierte en autor consagrado y ni te extiende la alfombra roja de la Real Academia, tampoco puede colgarse colgarse la medalla de artista quien tiene una cuenta de dibujos en una red social. Ser o no ser algo depende de factores como muchos años de trabajo y la opinión que tiene el público sobre los resultados. Por tanto, los buenos ilustradores lo seguirán teniendo tan difícil como siempre, e incluso me atrevo a decir que ahora se abre una pequeña ventana para esperanza.
    En un mundo de inteligencias artificiales que hacen "arte frankenstein", la impronta distintiva del autor humano tendrá un valor mucho más evidente. Es una oportunidad excelente para estudiar en modos de representación mucho más subjetivos e intuitivos, sobre todo en la estilización y el uso de la línea, y dejarse de caminos trillados como recurrir demasiado a la falsilla fotográfica. Ahora los artistas sacarán a relucir su valía individual: después de pasar por el tubo de aprender de los grandes referentes (porque es necesario) demostrarán su maestría vertiendo todo ese capital cultural en su propio molde. Y si no pueden hacerlo... entonces es que les falta práctica o nunca fueron artistas, independientemente de si pretenden vivir de ello o no.
    Como he dicho al principio, comprendo el temor que las inteligencias artificiales aplicadas al arte suscitan , pero en mi opinión muchos de los artistas que se están quejando son precisamente los que no tienen nada que temer. Quizá algunos participen en la pataleta por solidaridad con quienes sí se juegan algo o están empezando su carrera pero aunque esto proviene de la compasión es un grave error. El mensaje del artista consagrado hacia los jóvenes debería ser  de excelencia: incluso antes de desarrollar un estilo es necesario tener criterio. Y ese gusto se forja en el transcurso de una gran aventura: la de descubrir miles de años de Historia, de investigar qué recursos se han usado pata expresar o representar algo, y sobre todo ver cómo hoy nos enfrentamos exactamente a los mismos desafíos que entonces. todo ello acompañado de práctica y experimentación constante.
    Lo importante no es la etiqueta de ser artista, sino cómo lo somos. Un hombre sabio me dijo una vez (con otras palabras) que aunque al compararnos nos parezca que no llegamos ni a los tobillos de los titanes que nos precedieron, nuestro lugar se encuentra junto a ellos. Esa es nuestra liga: aunque hoy dispongamos de nuevas herramientas, recursos y libertades estamos continuando con LA tradición. En eso, y no en los anécdotas personales que gustan tanto a ciertos académicos, consiste el arte. Que haya inteligencias artificiales construyendo imágenes coherentes a partir de indicaciones sencillas no es más que la confirmación para los incrédulos de que siempre ha existido un hilo conductor ante el que todos respondemos.

jueves, 23 de junio de 2022

La belleza y el conocimiento

El modo de operar de los artistas no es conocer las cosas, sino mediar entre las imágenes que tenemos de ellas y lo que sugeriremos a través de las formas. Existen procesos mediante los que podemos refinar la técnica y rellenar el banco de referentes, pero me temo que el gran caldero de la intuición escapa a cualquier clasificación racional. Es uno de esos lugares caóticos donde sencillamente se ve, y si nos preguntamos de dónde vienen ciertos elementos sólo podemos contestar que de todas partes, a veces de lugares que aparecen sin más y no tienen nada que el común de los mortales llamaría "artístico".

    Esta es la cuestión que me ha dado más quebraderos de cabeza en el último lustro, porque en cierto modo siento mi esencia dividida en dos: por una parte está la filosofía, que es el camino de mi elección, y por otro está la pulsión natural de crear cosas con las manos acordes a mi sensibilidad e intuición. El primero es un camino que tiende al orden y a las taxonomías, donde todo debe ser demostrable racionalmente; mientras que si cruzamos al otro hemisferio podemos catalogar lo que vemos en los primeros pasos, pero rápidamente todo se acaba emborronando. Sólo después de rumiar mucho tiempo lo que debería haber sido evidente desde el principio me doy cuenta de que es peligroso buscar en mi ser la preponderancia de una esfera sobre la otra, ya que además de implicar una tarea imposible supondría matar el último resquicio de inocencia y magia que me queda. Me doy cuenta de que al plantear algunas cosas que me gustan en parámetros demasiado estrictos, aunque sea para defenderlas, hace que cada vez las disfrute menos... pero estamos en 2022 y atrás quedan esas vacuas discusiones en los primeros años de la carrera sobre la justificación de la belleza: no vendrá ningún tribunal a pedirme explicaciones de mi afirmación de la superioridad de Bach sobre Mozart. Pretenderlo fue absurdo. Al final sólo estoy yo, y no necesito dar cuenta de lo que es evidente:  ni haré ver a quienes se han cegado ni quiero asomarme al abismo por el que han caído quienes enfrentan lo sublime con el bisturí diseccionador.


"Aquel que quiebra algo para averiguar qué es ha abandonado el camino de la sabiduría»



lunes, 6 de junio de 2022

La fantasía es conservadora

La alianza de la fantasía con las ideologías hegemónicas ha dado sus frutos económicos en la última década, pero será su ruina si en el medio plazo no recuperan la fantasía tradicional y la libertad creativa, opuesta al diseño corporativo reinante a día de hoy.  De hecho ya lleva provocando rechazo un  tiempo: basta ver cómo empeora la recepción de los productos de Disney, Netflix o Amazon.

Los problemas del corporativismo creativo que denuncio pueden resumirse en tres puntos. 

  • En primer lugar, productores y ejecutivos de todo pelaje vician el proceso para introducir ocurrencias que ellos creen que reportarán en mayores beneficios, ya sea porque creen que harán el producto más atractivo, porque atraerán a inversores ideologizados o reforzarán la imagen "moral" de las empresas que toman partido... al menos en la irreal imagen que ellos tienen de la sociedad. 
  • En segundo lugar, en muchos casos los departamentos de arte y storytelling han sido usurpados por activistas que desplazan a artistas con las sensibilidades apropiadas o que aspiran a la excelencia. El objetivo ya no es contar una gran historia, sino rodear una moraleja simplona de elementos irreales. A su vez, es común que estos grupos tomen la idea del posmodernismo militante de que todo el espectro de la existencia humana puede reducirse a la lucha por el poder, lo que los impulsa a la intriga o ataque preventivo contra individuos que podrían servir de contrapeso para reencauzar la situación. 
  • Finalmente, se ha popularizado el dogma de que muchas cabezas piensan mejor que una y que los procesos asamblearios traen invariablemente buenos resultados. El resultado suele ser un popurrí a medio cocinar que no satisface a nadie. Las grandes historias modernas han sido producto de las sutilezas de una sola mente (o unas pocas bien sintonizadas) y no de un coro discordante.

Sin embargo, en la base de la fantasía moderna existe una cuestión metafísica que eclipsa lo dicho hasta ahora: la fantasía es la antítesis del pensamiento utópico progresista*. Toda historia de fantasía tiene sus raíces en los mitos, leyendas y tradiciones. El verdadero proceso creativo en realidad se reduce a cómo presentamos y entremezclamos temas tan o más antiguos que la rueda. Además, cualquier historia para ser creíble ha de tener tanto verosimilitud como esa inexplicable chispa de espontaneidad que apela a nuestro fuero más profundo. No puedes mezclarlo con la aspiración a deconstruirlo todo o a forjar mitos desnaturalizados que además sólo responden a los devaneos morales de una minoría de minorías. Es tanto artificial como insidioso, y se nota. Da igual que intenten camuflarlo bajo mil barnices o capas de pintura: cualquiera que tenga unos mínimos conocimientos de mitología, literatura y sobre todo ciertas sensibilidades narrativas se da cuenta de la estafa al instante. 

    La fantasía, sea por su naturaleza recreadora o escapista, parte de una raíz infinitamente más conservadora que revolucionaria: para crear otros mundos primero hay que aprehender el propio y haber explorado la génesis de nuestro modo de estar en él. Esto puede sonar extraño, sobre todo porque durante años se ha trabajado a conciencia para que en el imaginario colectivo el adjetivo conservador tenga connotaciones negativas y parezca lo opuesto a cualquier concepto relacionado con el arte ¿Acaso cuando escuchamos el término conservador nuestra mente no conjura la imagen de un señor de bigote gris, suéter y corbata que mira con sospecha al gamberro del monopatín desde la cerca de su chalé? Desde luego se trata de un individuo intolerante y poco imaginativo ¿Y a que el término creativo proyecta, en cambio, la imagen del artista inadaptado e idealista que en el fondo sueña con un mundo mejor? Sin duda sería imposible sentar en la misma mesa a estos espectros que acabamos de conjurar.

    Lo cierto es que aunque los grandes creadores tiendan a ser individuos incompletos o defectuosos para los estándares de sus coetáneos, es esa barrera que los separa de los demás (y no en pocas ocasiones implica burla o rechazo) lo que les concede un punto de vista único para observar y representar la urdimbre de la existencia. Es una compensación que reciben a cambio de la carencia que los aleja de la normalidad. Y he aquí la médula del asunto: el creador sabe que es un bicho raro, y por tanto (quizá inconscientemente) asume la necesidad de un statu quo que le permite definirse y donde sale a pescar cosas que más tarde usará en sus historias. No podemos hacer cosas nuevas (¡ni siquiera ser gamberros transgresores!) si no reconocemos que hay algo establecido más allá de nosotros. Y no se trata de un proceso unidireccional: aunque la sociedad a veces se ceba injustamente con los que se salen de la norma, si uno de los supuestos monstruos de feria hace algo relevante o toca una fibra sensible es habitual que se le extienda una patente de corso y hasta se celebre su excentricidad.

    La diferencia con muchos de los llamados artistas progresistas salta la vista: ellos no se contentan con quedarse en sus torres de hechicero y observar de vez en cuando cómo les va a los habitantes de la villa ¡no señor! Quieren establecer lo que hacen y piensan los aldeanos allá abajo: se creen llamados a definir lo que debe considerarse normal y hasta ser subvencionados por ello. Su resentimiento los lleva a querer conquistar y ser adorados, no a hacer algo bueno que trascienda épocas y personas. Aunque la creación artística sea algo muy personal siempre existe una dimensión desinteresada: el regreso del viajero para devolver el fuego a su tribu o curar al padre aquí toma la forma de ese poso cultural que queda para inspirar a otros incluso cuando su autor ha desparecido y su nombre ha sido olvidado. En cambio, el artista progresista si no se da cuenta a tiempo se acaba volviendo una figura satánica, como Melkor o Sauron en los escritos de Tolkien: por mucho que diga preocuparse por el bien común sólo se ve a sí mismo y, como estamos viendo en tiempos recientes, su única originalidad consiste en deformar la obra de otros.

*es decir, la violación hegeliana de la utopía como género literario, donde lo planteado se sabía imposible desde el principio.



miércoles, 6 de abril de 2022

La misma cuerda

Muchas veces critico el arte contemporáneo o ciertos tipos de música moderna, pero que hayan llegado a una posición preeminente y sigan firmemente atrincherados en ella es responsabilidad también de lo que debería haber sido la alternativa. De hecho forma parte de un círculo vicioso que hace que la gente cansada de los excesos de un lado de vaya al otro y no vea que el arte tiene que ver con otra cosa. 

    Con esa falsa "alternativa" me refiero al vano virtuosismo, al formalismo o al academicismo elitista que enraizaron en el siglo XIX y siguen (aunque con menos peso institucional) ahí a día de hoy. A veces uno puede encontrarse frente a verdadera perfección técnica  en cuadro hiperrealista pero al mismo tiempo no ver arte por ningún sitio. Lo mismo con las escalas interminables de algunas piezas clásicas. 

El otro día traduje (del inglés) el siguiente poema egipcio de finales del segundo milenio a.C. :

"Ojalá tuviera frases desconocidas,
dichos que fueran extraños
palabras novedosas, nunca probadas,
libres de repetición
y no refranes heredados,
pronunciados ya por los ancestros.

Escurro los contenidos de mi fuero,
tamizando todas mis palabras;
pues lo que se ha dicho no es sino imitación,
cuanto decimos se ha dicho ya."

    Como puede apreciarse, hace más de cuatro mil años ya se preocupaban por la cuestión de la originalidad literaria, cosa que bien podría aplicarse a cualquier forma de arte. Y aunque no podemos sino dar la razón a Jajeperreseneb en que no hacemos sino reordenar una y otra vez piezas con las que ya jugaban nuestros antepasados, es innegable que desde entonces han aparecido muchas obras que pese a sus referentes, inspiraciones o influencias inconscientes consideramos únicas y sublimes, hitos en la historia humana. Por doquier encontramos pruebas fehacientes de que hay otras fuerzas misteriosas operando en el proceso creativo, que aunque se apoyan en la técnica y el conocimiento teórico sin duda los trascienden. Por esto soy firme creyente en la idea de que para que la experiencia estética sea posible es necesario que el artista vierta un poco de su subjetividad en lo que está haciendo y encuentre un lenguaje adecuado para volverla universal, aunque se guarde parte del misterio.

   Por esto mismo lo que algunos consideran el arte actual y aquello en lo que institucionalmente se ha convertido el viejo arte no son sino cabos opuestos de una misma cuerda, y aunque a día de hoy el discurso del lado subjetivo y caótico lleva ventaja, sería igualmente dañino que diéramos al control a la tribuna de los fríos mármoles; o que cayéramos en la tentación de pensar que la fórmula del arte puede ser sintetizada a base de poner electrodos en la cabeza del artista. Llegados a ciertas fronteras lo único que uno puede hacer es quedarse en silencio y disfrutar de la magia.

Nebulosa del Águila
Créditos:
T.A.Rector (NRAO/AUI/NSF and NOIRLab/NSF/AURA) and B.A.Wolpa (NOIRLab/NSF/AURA)