Quienes me conocen desde hace algún tiempo saben que en ciertos campos (sobre todo las artes) defiendo ideas elitistas, ya que creo que cada persona puede desarrollar sus habilidades de un modo radicalmente distinto al de sus congéneres. Por eso considero que cuando determinados temas se ponen sobre la mesa la voz de los más experimentados o quienes han cultivado sus talentos y sensibilidades deberían tener más peso que el de alguien que simplemente pasa por ahí. Sin embargo, desde hace unos años también he aprendido a aborrecer con más intensidad la cantinela de "𝑛𝑜𝑠𝑜𝑡𝑟𝑜𝑠, 𝑙𝑜𝑠 𝑖𝑛𝑡𝑒𝑙𝑒𝑐𝑡𝑢𝑎𝑙𝑒𝑠". Esa es la gran tentación de pensadores de todo pelaje que, queramos reconocerlo o no, han sido instigadores de muchas desgracias que han azotado al mundo en los últimos cuatro siglos. Su pecado original no ha sido otro que desprenderse de la humildad, la más excelsa de las virtudes filosóficas, y erigirse en frías efigies de mármol cuya mano derecha dice velar por el hombre común mientras la izquierda, oculta a la espalda, gesticula con asco cuando se acercan a pedir limosna. Gran parte de los pecados de la Modernidad se deben a este tipo de individuos, ya que en el fondo de todo discurso progresista, (independientemente de la época o el color político) se esconde la idea de forzar el nacimiento de alguna variante del “Nuevo Hombre”... algo que además de ser imposible, suele implicar señalar a otros como lastres que impiden que de la noche a la mañana nos convirtamos en semidioses dorados. Con esto quiero decir que el problema del progresismo es que trata de moldear al mundo para que se adapte a universales que sólo existen en la mente de sus adeptos y por tanto no concibe la posibilidad de que alguien pueda rechazar sus tesis de forma racional. Esto hace que todo intento de lograr un compromiso de “vive y deja vivir” sea imposible y tarde o temprano, cuando hayan acumulado el poder suficiente, volverán a llamar a la puerta para obligarte a postrarte, quitártelo todo o eliminarte de su bonita ecuación.
El mejor consejo que puedo dar para prevenir la influencia de dicha cosmovisión desde la cotidianidad es no fiarse nunca de nadie que no sepa trabajar con las manos. Recordemos que aquello que los romanos llamaban 𝑎𝑢𝑐𝑡𝑜𝑟𝑖𝑡𝑎𝑠 y asociaban al poder de asesoría o legitimación del Senado originalmente (también en la hélade que vio nacer a tantos cerebros barbados) provenía del prestigio de quien podía demostrar su maestría en un oficio. En la escala a la que me estoy refiriendo aquí no tiene que ser necesariamente un oficio manual: tomarse en serio una afición compleja es suficiente para no perder el contacto con esos orígenes ligados a la práctica. La cuestión es que hace falta saber operar en el mundo de los objetos tangibles, porque en él puedes pillarte los dedos o las cosas pueden salir mal tantas veces y de formas tan evidentes que acabas desarrollando algo de sentido común solo para no tener que volver a comenzar desde cero a la mínima que te descuidas. Es una lección imprescindible, porque en la constelación de las ideas es demasiado fácil señalar al cruel destino, decir que es culpa de otros o negar la derrota. Si alguien que no ha operado lo suficiente en la corporalidad de repente se pone a dar órdenes que afectan a otros, el fracaso y la falta de aprendizaje sobre el mismo están más que garantizados.
"Tan grande fue el poder de la voz de Saruman en este último esfuerzo que ninguno de los que escuchaban permaneció impasible. Pero esta vez el sortilegio era de una naturaleza muy diferente. Estaban oyendo el tierno reproche de un rey bondadoso a un ministro equivocado aunque muy querido. Pero se sentían excluidos, como si escucharan detrás de una puerta palabras que no les estaban destinadas: niños malcriados o sirvientes estúpidos que oían a hurtadillas las conversaciones ininteligibles de los mayores, y se preguntaban inquietos de qué modo podrían afectarlos. Los dos interlocutores estaban hechos de una materia más noble: eran venerables y sabios. Una alianza entre ellos parecía inevitable. Gandalf subiría a la torre, a discutir en las altas estancias de Orthanc problemas profundos, incomprensibles para ellos. Las puertas se cerrarían y ellos quedarían fuera, esperando a que vinieran a imponerles una tarea o un castigo. Hasta en la mente de Théoden apareció el pensamiento, como la sombra de una duda: «Nos traicionará, nos abandonará... y nada ya podrá salvarnos.»
De pronto Gandalf se echó a reír. Las fantasías se disiparon como una nubecilla de humo"
Las Dos Torres, libro I
"Saruman, tu vara está quebrada" |
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