jueves, 18 de agosto de 2022

Barrabás y Medea entran en un bar

El posmodernismo militante y la simpatía por el Mal

Demasiado a menudo los individuos que más machacan con el concepto de justicia social albergan las ideas más erróneas sobre el comportamiento humano y las conceptualizaciones del mal más peregrinas. De estas últimas quizá las peores sean la creencia en que el Mal como tal no existe o más comúnmente que este, lejos de implicar una batalla diaria en el fuero interno de cada individuo, puede ser solucionado a través de buenas intenciones o los sacrificios en el altar de la voluntad general. Es habitual que al señalar las fallas de dicha cura milagrosa el heroico salvador de turno recurra al "¡Ay! Si tan sólo la sociedad nos escuchara un poco..." y no hace falta rascar mucho para ver que detrás de dichas palabras se esconde el "¡Ay! si me dieran la razón sin rechistar..." y si nos atrevemos a explorar un poco más vemos que detrás se abre una escalera de caracol que desciende y desciende hasta llegar al "¡Ay! Qué bien estaríamos si cambiárais vuestro libre albedrío por los dictados de mi ideología". Lo mejor al encontrarse con dichos admiradores de Mao, a quienes regresaremos un poco más abajo, es poner tierra de por medio, pues en vez de perseguir un bien realizable lo confunden con un mundo moldeado según su capricho. Y cuando esto se demuestre imposible ¡ay de quien se cruce en su camino!  Afortunadamente no muchos llegan a tocar poder real y tienden a matarse entre ellos si lo consiguen, pero es más común es que se limiten a recrear sus fantasías en la ficción.

    Sea como fuere, el mal en la esfera humana es una realidad cotidiana, algo ante lo que debemos prevenirnos. Generalmente lo hacemos por dos vías: la formación del carácter y las acciones comunitarias. Así planteada,  tal división puede resultar engañosa porque parece un distinción entre lo personal y lo colectivo. No lo es. La formación del carácter a través de la socialización y -más en concreto- la educación no sólo nos da herramientas para desarrollar cierto autocontrol, sino que el saber que otros individuos pasan por un proceso similar asienta un marco ético común. Esto es lo que nos permite esperar ciertos mínimos por parte de nuestros conciudadanos y tener un sustrato común sobre el que discutir cuando surgen desacuerdos... en vez de temer un asaltante armado tras cada esquina. Sin embargo esta vía no es infalible: hay individuos que se escurren por las grietas del sistema y no acaban de desarrollar su sentido moral, también hay sujetos con valores radicalmente opuestos a los nuestros y por si fuera poco individuos con trastornos de antisociales de nacimiento. En términos sencillos esto significa que a menos que de repente nos convirtamos en robots existe una nada despreciable posibilidad de que en algún momento las cosas se pongan feas. Aquí es donde entra el seguro: las medidas concretas a las que la sociedad recurre para frenar al malhechor. Esas medidas, a menudo recogidas en alguna clase de código, son ante todo castigos y, ante amenazas mayores, la autodefensa mediante la fuerza de las armas. Para no complicar más el asunto, centrémonos en lo primero.

   Curiosamente, muchos de ya citados tiranillos muestran sus cartas poniendo un énfasis positivista en rehabilitar (curar) al culpable al tiempo que desprecian toda contrición. Con esto, demuestran tanto sus prioridades como su ignorancia.  El objetivo del castigo justo no es infligir dolor sino ofrecer protección inmediata a la víctima y prevenir conductas similares en el futuro. Esto muchas veces se consigue apartando al agresor del grupo por un tiempo además de obligarle a saldar su deuda. Se aplica (en distintos grados) al que comete falta grave o hace trampas en un juego, al estudiante que perjudica a sus compañeros o al ladrón. No menos importante es el efecto disuasorio que ello conlleva para todo aquel que en el futuro pudiera sentirse tentado a seguir ese camino.  Sólo una vez hemos asegurado el castigo, ya que la prioridad es la salvaguarda del inocente, podemos centrar nuestra atención en la rehabilitación del culpable y (previo arrepentimiento y buena conducta) la clemencia o las segundas oportunidades. Sin embargo, como ya hemos hemos adelantado, en nuestro tiempo prosperan los individuos que prefieren darle la vuelta a la tortilla. Siempre ha habido (y habrá) personas que, aun considerando un servidor que están muy equivocadas, se ven atrapadas en la compasión hacia el castigado porque tienen buen corazón y se ven reflejadas en esa la falibilidad que comparte todo el género humano. Sin embargo, tales individuos no son el objeto de mi crítica, sino quienes ven corrompido su sentido de la justicia por una identificación que aun siendo muchas veces inconsciente resulta siniestra y preocupante.

    El origen de la mentalidad de quienes defienden el indulto* o la equidistancia con la víctima de abusones, delincuentes comunes y hasta terroristas es rastreable en el interés del discurso posmoderno en lo marginal: mientras deslegitiman las grandes tradiciones e instituciones muchos de estos críticos se identifican con otros relatos, sobre todo aquellos que cuestionan al enemigo común que ven en la civilización occidental. A gran escala podríamos señalar la dulcificación del islamismo por parte de algunos progresistas, el discurso de que el verdadero comunismo nunca se puso en práctica o la pervivencia de variantes del mito del bon sauvage que los lleva a apoyar hasta a los nacionalismos más disparatados si tienen la más leve pátina indigenista. Parece que vivamos en una de esas pinturas apocalípticas donde el mundo se invierte y los muertos salen de fiesta o los animales de granja cabalgan sobre sus amos: el maestro teme al alumno pero el Estado lo usa para adoctrinar y usurpar la autoridad del padre, quien a su vez teme al profesor y desconoce los pronombres de su hijo, a quien por supuesto ha consentido hasta convertirlo en un monstruo ególatra incapaz de vérselas con la realidad. En un contexto así es normal que los referentes heroicos de antaño se hayan vuelto impopulares, irrisorios o directamente anatemas que no se pueden ni mencionar en público, mientras que los villanos poco a poco se van convirtiendo en referentes. Esto podemos verlo en el encumbramiento en la ficción de masas no ya de personajes a los que la etiqueta de antihéroe noventero les viene grande, sino directamente son encarnación del mal y la psicopatía sin tapujos.

    Conste que no me refiero al interés estético que puede suscitar el antagonista carismático, la canción pegadiza del malo de opereta o el soliloquio de cualquier villano shakespeariano (aunque a veces comienza así), sino a la identificación personal de muchos progresistas con lo peor que ha visto la ficción**, hasta el punto de que los grandes estudios de cine o televisión ya producen material que persigue eso. Quizá sea porque cínicamente quieren explotar ese nicho o porque contratan a guionistas incapaces de superar la fase de adolescente 𝑒𝑑𝑔𝑦 en la que apoyan la estupidez de moda para escandalizar a sus mayores y después victimizarse. El discurso subyacente siempre funciona igual, lo mismo da si se trata de una de superhéroes o el remake sin alma de un cuento de hadas: puedes cometer las peores injusticias o los actos más crueles si das penita porque en el pasado te menospreciaron, oprimieron, traicionaron, no te reconocieron como igual al instante o sencillamente no te comprendieron. Eso de las víctimas colaterales es un mito. Así, debemos ignorar deliberadamente las advertencias de las tragedias y convertir en heroínas a Carrie o a Medea (o Maléfica, Wanda o cualquier otra revisión posmoderna del tópico brujeril) y recoger firmas para que dejen libre al Joker de nuevo con la esperanza de que se modere un poquito. A lo mejor hasta se animan a venir a la concentración por el amor libre según la iglesia local de Slaanesh***.

    Bromas aparte, el foco de interés en muchas de estas narraciones subversivas puede resumirse en el discurso egocéntrico (casi solipsista) del inadaptado resentido; no la búsqueda de su  lugar en el mundo, la redención a través del sacrifico por algo que valga la pena o una gran aventura en pos del Sentido de las cosas. Atrás quedaron esos días en que el hazmerreír del instituto se convertía en el admirado héroe local o esos anónimos Montaraces protegían de horrores innombrables a las gentes de la aldea de forma completamente desinteresada. Ante todo, el éxito de las historias subvertidas proviene de buscar la satisfacción momentánea vendiendo que se hace "justicia" con los peores métodos, es decir, una válvula de escape para el lado más oscuro de la mente del espectador que complementa a la perfección los calmantes morales de las causitas a las que suele adherirse cierto tipo de persona. Si miramos tras el telón sólo vemos la venganza de un individuo contra el mundo: la misma fantasía enfermiza detrás de los tiroteos en escuelas, disfrazada y embotellada para el consumo generalizado.

Alegoría del matrimonio entre la Maldad y el Diablo
Gjisbert van Veen


*exceptuando, claro está, el hiperpunitivismo asociado a ciertos temas ideológicos

** aunque sí podríamos considerar la  interpretación en los siglos XVIII y XIX del Lucifer que John Milton presenta en El Paraíso Perdido (1667) el origen de la forma que tienen los posmodernos de interpretar las narraciones arquetípicas tradicionales: siempre es un gran engaño relacionado con el poder y autoridad para describir lo existente. Por supuesto, obvian que la serpiente y la manzana, lejos de ser símbolos de la liberación, representan el inmenso drama de la pérdida de la inocencia, causada por un odio alimentado (cómo no) por la envidia y la soberbia.

***es decir, con droga, sacrificios, engendros tentaculares y animales de granja