Más allá de la economía, la política o las discusiones de salón, el mundo de nuestros abuelos seguía girando porque a pesar de todos los problemas y errores estaba construido sobre un sustrato que (racionalizable o no) era verdadero. Podrían surgir crisis gravísimas, pero la incomodidad existencial que experimentamos hoy y el faccionalismo irreconciliable a todas horas del día no se contaban entre ellos.
Poco a poco me he dado cuenta de que muchas cosas daba por buenas eran mentira: no sólo las promesas de futuro boomers que tanto (y tan acertadamente) se critican, los desmanes de las ideologías posmodernas o las consecuencias funestas del positivismo. No es, como llegué a creer en su momento, que en los siglos XIX y XX el tren descarrilara debido a la irrupción de ciertas ideas. El tren ya había descarrilado y llevamos dos siglos rematando a los supervivientes. Incluso la Modernidad como mito fundacional, que hace cinco o seis años creía a pies juntillas, ahora me parece deleznable y me arrepiento de haber dicho cosas como que necesitábamos fijarnos más en la Ilustración, ser jacobinos o incluso que habría apoyado a José Bonaparte. Mi púlpito de mármol en realidad era un cajón vacío, que no servía para librepensar sino para despreciar con arrogancia, incurriendo así en lo que para los proponententes de tan elevados ideales supuestamente eran los mayores pecados: el prejuicio y la ignorancia.
Siempre he creído que, en la medida de lo posible, debemos buscar la coherencia entre lo que hacemos y lo que decimos, y ahora veo que aunque sonaba muy bonito las consecuencias de tales ideas serían (y de hecho, han sido) horribles: un mundo de ideales vacíos donde se está a disgusto, donde donde solo crecen los hierbajos de la mentira y el poder. Darse cuenta de esto no sólo implica desear el regreso de tiempos más simples, sino pedir la devolución de lo robado y que quienes (filósofos, sociólogos, historiadores, etc) hemos contribuído a esparcir estas mentiras en alguna medida hagamos acto de contrición. Tradicionalmente se nos dice que hacerse preguntas es señal de inteligencia y no hace daño a nadie, pero cada vez veo con más claridad que el acto de haberse cuestionado ciertas cosas era señal de estupidez y de una irresponsabilidad supina.