Vivimos en un mundo mensurable y ordenado, si bien no cognoscible del todo desde nuestra perspectiva. Que más allá del alcance de nuestros ojos haya abismos oscuros e ignotos leviatanes es perfectamente posible, pero ese no es nuestro lugar y creer lo contrario es peligroso, pues sólo los dioses pueden contemplar la existencia desde fuera. En el mundo humano lo oscuro es tanto marginal como necesario y si imaginamos nuestra realidad como un gran círculo, ello es todo lo que se encuentra en una pequeña franja que toca el muro exterior. Visto de otro modo sería el litoral de nuestra isla donde, pareciéndose al niño que busca caracolas, el creador halla pequeños pedazos de potencial provenientes de las aguas más profundas.
La realidad humana necesita de equilibrio. Es el reino de un emperador solar donde se hace la vista gorda con la bruja de la noche. El primero es el onomaturgo y el dador de leyes, mientras que la otra nos susurra los matices y variaciones. He aquí los padres no reconocidos de toda sabiduría. Sólo mediante este encuentro puede reconciliarse el ideal con el individuo y sus accidentes.
En el caos, la nada o la oscuridad sempiterna no podemos vivir. Pero dado que la condición humana nos hace limitados, querer la pureza ideal o el orden absoluto también es llamar a la tragedia. Por eso el sistema sobre el que nos sostenemos necesita proyectar sombras o introducir en su interior una pequeña chispa de caos, ya que de lo contrario el movimiento se detiene y nuestra pequeña isla se ahoga en un océano donde reposan tanto el potencial que inflama el pecho de los héroes como infinidad de monstruos que ansían devorar todo lo que nos es caro.
La destrucción de Leviatán, de Gustave Doré (1865) |
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