viernes, 7 de agosto de 2020

Schopenhauer y los duelos

Además de las carencias en cultura general que podríamos achacar a las nuevas generaciones, una de las crisis más acuciantes de nuestra sociedad es la mala educación en cuestiones de comportamiento básico originada en una sobremoralización de estética política. Este no es el momento ni el lugar para iniciar un debate sobre la politización o el abandono de aquellas materias que deberían encargarse de ello, sino de los argumentos dados en una dimensión mucho más mundana y pragmática. Es decir, lo argumentos dados por amigos, conocidos, padres y profesores a la hora de enseñar cuales son los límites del comportamiento adecuado de un ciudadano que independientemente de  su filiación política pertenece a una sociedad plural. La costumbre en este país, quizá heredada de la idea de todo lo que no debe hacerse es pecado y puede buscarse en el manual de instrucciones, o quizá simple fruto de la vagancia, es que las cosas deben hacerse porque se han hecho siempre de un determinado modo.

    Sólo se nos enseña un estilo de por qué: uno muy pobre que puede comprimirse en el clásico adverbio de afirmación o negación. La respuesta clásica es que está mal en un sentido laxo o que no debemos recurrir a la barabarie porque va contra una serie de reglas. Pero nunca nos dan el pastel completo: no nos cuentan qué se dice respecto al tema sin caer en verdades dogmáticas, y por eso nos dan la facilidades para quebrantar unos preceptos mal cimentados. A veces incluso esbozan mejor la manera de honrar el sufrimiento silencioso del mártir que la de prevenir que éste tenga que presentar la otra mejilla una y otra vez.

Riña a Garrotazos, de Francisco de Goya

Al final uno acaba buscando en otros derroteros la respuesta a la pregunta de por qué la beligerancia física es una lacra para cualquier sociedad que se pretende moderna. En mi caso particular, la respuesta se encuentra en la filosofía, y concretamente en el pensamiento de algunos pesimistas célebres. Dejando las caricaturas y los hombres de paja a los que habitualmente recurren algunos hijos de Rousseau en sus críticas, el pesimismo antropológico nace de una sensata toma de conciencia de la inseguridad humana. Concretamente, del percatarse de lo precario que es el equilibrio social, pues independientemente de la sociedad que vivimos los seres humanos somos individuos con voluntad y aspiraciones diversas, que tarde o temprano nos llevan a entrar en conflicto. Sin embargo, tenemos claro que vivir juntos y en paz acarrea muchas ventajas, la principal de las cuales es abrir la puerta a abandonar la subsistencia y por tanto tener tiempo de pensar en formas aún más avanzadas de resolución de problemas.

    Creer que el hombre es bueno por naturaleza suena bonito, pero implica vendarse los ojos ante el peligro de que otros puedan valerse de su voluntad para traer dolor a sus semejantes. Esto puede deberse a motivos muy diversos... Naturales: podríamos toparnos con un psicópata. Fallas en el carácter: la Historia es rica en ambiciones desmedidas que lo dejan todo peor de lo que estaba. Ideales: cuando miles de personas creen demasiado en la rectitud de su causa y acaban asesinando a varios miles más.

    ¿Acaso creemos que los peones de los totalitarismos pertenecían sólo a las dos primeras categorías? ¿Se levantaba por la mañanas el soldado hitleriano pensando en que iba a hacer el mal o por el contrario estaba absolutamente convencido de que cumplía con un deber glorioso para su patria? He aquí los cuernos y pezuñas de la bestia: los villanos de opereta no son tales. De perder la capacidad crítica o quebrantarse el marco de tolerancia de las democracias liberales usted o su vecino, con la debida dosis de ceguera selectiva, podrían volverse engranajes del Holocausto.

    Así, vemos que el riesgo del optimismo antropológico tiene que ver tanto con la ceguera ante el peligro como el convertirse en la raíz del problema en sí mismo: creer que podemos revertir el orden social a un estado adánico inexistente, traer el reino de Dios a la tierra o ejercer en vano de parteros del nuevo hombre del socialismo es peligrosísimo. De hecho, si han leído otras entradas de este blog ya se habrán percatado de que parte de mis esfuerzos van enfocados a combatir estos peligros, pues la pureza originaria si no es un mito es un lastre para el desarrollo; además de que parte fundamental nuestra naturaleza como homo sapiens son los artificios de los hijos de Lamec, no el vacío primigenio o la bestialidad. De ahí que nunca nos podamos sacudir el peligro de las espaldas.

    Pero de momento dejemos a un lado la contrucción de órdenes sociales complejos o mi machacona insistencia en los marcos de tolerancia y el libre examen. Siempre podemos tratarlo en entradas futuras. Buceemos pues hasta una esfera más elemental: la racionalización, hasta cierto punto de la violencia interpersonal. Hablamos por supuesto de los duelos ¿o esperaban ustedes algo menos decimonónico en el blog de alguien con la imagen de su salacot en la portada? Ya sé que a día de hoy no se habla de duelos, pero la idea de que cierta clase enfrentamientos son formas legítimas de dirimir algunas cuestiones sigue presente en nuestra época. Quien dice duelos dice batallas campales en calles, hemiciclos y estadios.

    Si alguien me pregunta por qué la violencia no es la manera idónea de resolver un conflicto entre pares, le digo que, en primer, lugar, existen grandes probabilidades de que los contendientes leven una buena dosis de dolor e incluso marcas permanentes. En segundo lugar, la idea de que se trata de (por mucho consentimiento que haya) un método justo es una fantasía. Sólo concibo el uso de la violencia como una herramienta para la legítima defensa ante amenazas directas, siempre que no haya otro camino o que el resto de opciones sean demasiado costosas.

    Tal y como dijo Schopenhauer (célebre pesimista) en Parerga y Paralipómena, justificar el duelo es justificar el asesinato. La idea de enfrentamiento en iguales parámetros donde la honra, la razón sobre alguna cuestión o ambas se las lleva el vencedor es ridícula, principalmente porque la condición de igualdad se convierte en una ilusión al establecer los medios, puesto que ya fuera antaño con espadas y pistolas, o actualmente con los puños, las condiciones de partida no son las mismas: los duelistas habrán nacido con capacidades físicas y mentales distintas, y habrán desarrollado sus habilidades de un modo diferente a lo largo de sus vidas. Así pues, establecer una convención previa siempre acaba dando ventaja a uno de los contendientes. Habiendo expuesto esto, vemos que el único enfrentamiento de esta especie con un punto de partida verdaderamente equilibrado es aquél donde se han abolido las convenciones, y donde cada cual saca partido a sus habilidades como mejor puede, sean garrotazos, arsénico en el té o el clásico apuñalamiento por la espalda. Sería plantear una regresión algo similar a un estado de naturaleza hobbesiano, donde cada cual puede usar los medios a su disposición para salirse con la suya ¡he aquí la igualdad de condiciones! Es decir, que ya no se trata de un duelo reglamentado, y por eso presentar la confrontación personal directa como método instantáneo de “justicia” o como camino para obtener la razón sobre alguna cuestión es incoherente.

Arthur Schopenhauer
Sin duda en la primera mitad del siglo XIX vestían mejor que hoy

Y todo esto sin entrar en qué clase de relación puede tener la verdad o la mentira con golpear a nuestro paisano en la cabeza con un objeto contundente... O en caer en la trampa del absolutismo emocional como solución universal. Porque si bien la empatía y otros sentimientos pueden ser claves a la hora de frenar nuestra mano, también pueden ser fácilmente anulados por el aguijón del odio, la codicia o las razones egoístas.

    Evidentemente, sociedad e individuo no pueden vivir sin confrontación, y afirmar lo contrario sería lo propio de una mente ingenua o de quienes desean guerras para acabar con todas las guerras, regímenes donde se impone la paz del silencio u otras opciones igual de dañinas. Como ya hemos comentado, cada día desde el amanecer hasta el ocaso se presentan multitud de impedimentos a nuestra voluntad, muchos de los cuales tienen que ver con el trato con nuestros semejantes. Entendiendo que por lo ya dicho debemos desterrar los métodos bárbaros, sólo nos queda la confrontación dialéctica, que aunque esta nos presenta de primeras el mismo problema que el duelo en cuanto a la desigualdad de los contendientes no acarrea la evidente desventaja de los garrotazos. El debate, acompañado siempre de una buena ética del discurso y la voluntad de clarificar, es un buen cauce para resolver ciertas tensiones presentes entre grupos e individuos en una sociedad democrática como la nuestra, cuyo deterioro tiene mucho que ver con la citada sobremoralización: a veces el debate se embarra porque se está tan convencido de la inferioridad moral del resto de contendientes que callaríamos ante la imagen del líder de nuestro bando sacrificando vírgenes o comiendo bebés, todo con tal de no conceder una ventaja al adversario. Quizá esta actitud sea el motivo de que desde hace un tiempo se venga escuchando más y más fuerte el distante entrechocar de los sables. Sin embargo, como si estuviéramos inmersos en una suerte de historia interminable, la ética del discurso o el por qué a veces va bien tener a mano el hacha de guerra son otras historias y por tanto serán contadas en otra ocasión.


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