Si uno lleva cierto tiempo deambulando por las redes seguramente se habrá topado con el ya manido debate del relativismo cultural y canibalismo. Me pregunto si lleva a algún lado entenderlo de este modo, bastardeando la antropología, la sociología, la filosofía e incluso la historia. Sinceramente creo que no, pero el ejemplo de la antropofagia es genial para explicar por qué gran parte del pensamiento sucesor de la posmodernidad es una larga cuesta abajo hasta el fango.
Los moralistas del Renacimiento se adelantaron a nuestro tiempo con este debate. Según algunos, los europeos no tenían demasiado que reprochar a los caníbales de la amazonia porque en el viejo continente (entre otras tropelías) se quemaba a gente. Aunque esto último, costumbre bárbara donde la haya, no era tan común en el siglo XVI como pueda parecer (y sin duda donde se daba con más frecuencia era en el lado reformado de la ecuación), la pira u otros métodos brutales eran conceptualizados de forma negativa: el vulgo quizá podía considerarlos un método efectivo para impartir justicia y acudir al espectáculo que suponía, pero estaba claro que se trataba de un castigo.
Cualquiera podría quitar tal imagen de la portada del libro de nuestra cultura y poner en su lugar la medicina moderna, los derechos civiles o las pelucas rizadas. O echar un breve vistazo al porcentaje de violaciones en sociedades tribales en comparación con las desarrolladas para que el buen salvaje de Rousseau vaya a dar contra el fondo de los acantilados de la Razón. En nuestros tiempos, unos pocos aspirantes a mesías han seguido corrompiendo y radicalizando hasta lo absurdo la tradición moralista: basta ver cuánto les gusta la comparación entre canibalismo y comunión. Dicen que sacarle el corazón a un enemigo derrotado y comértelo para obtener su fuerza al parecer es lo mismo que la ingesta simbólica de carne y sangre en forma de ostia, cuando precisamente lo segundo es (entre otros asuntos) la conmemoración de un autosacrifico que marca el paso a una época de culto sin los sacrificios animales del mundo judío o pagano. Otros incluso dan una justificación pragmática, haciendo hincapié en una supuesta dieta sana de los caníbales. Cuando les conviene el mundo es una sola esfera simbólica, cuando no, hiperrealidad positivizada.
El canibalismo como ejemplo de relativismo es uno realmente pernicioso, y decir que tienen sus razones como quien dice haber descubierto un nuevo continente es absurdo... ¡Todo el mundo tiene sus razones! Decir que no podemos juzgar una civilización porque nuestro punto de vista está sesgado tiene dos filos, ambos malísimos.
En primer lugar, identificamos interesadamente las culturas como bloques homogéneos totalmente equivalentes y aislados en el tiempo. Simplificamos, de modo que enfrentamos un ficticio idilio tribal a civilizaciones desarrolladas más allá de la subsistencia donde existen instituciones competentes y la posibilidad de toparse con disensión a todos los niveles. Anulamos la individualidad humana cayendo sin querer en el esencialismo, negando toda posibilidad de cambio a mejor.
En segundo lugar, anulamos toda capacidad de juicio; creando así toda una sucesión de incoherencias que a la larga resultan dañinas para la sociedad en su conjunto. Es cierto que todo el mundo tiene razones, pero esto no anula para nada nuestra capacidad de discernimiento. El fascismo y la yihad tienen sus razones y sin embargo nadie con dos dedos de frente cree que no podamos juzgarlas por el hecho de tener nosotros las nuestras. Sencillamente no son equivalentes. Lo que se hace al seguir esas razones es objetivamente malo, no necesariamente en un sentido metafísico duro, sino porque destruyes todas las nociones de dignidad humana o libertad que existen en nuestra civilización; incluso erradicas la posibilidad de debate o clarificación sobre las mismas. No son válidas porque en su obsesión por la pureza anulan la pluralidad, y con ello la ventaja evolutiva de coexistir con un otro en cuyo reflejo podemos ver nuestras carencias. Bien al contrario, desfiguran al que es distinto hasta hacer que no nos reconozcamos en él. Así es como se corrompe a poblaciones enteras para que cometan atrocidades.
Que nuestro mundo no tenga un correlato en otro de la Ideas más allá de nuestros cerebros no significa que no existan objetividades. Si no las hubiera, en el mejor de los casos evitaríamos subir a cualquier avión y en el peor nos quedaríamos encerrados sin salir de la cama por la total incertidumbre. Como decía Ortega, “las ideas se tienen, en las creencias se está”, pero esta cuestión esconde muchos misterios. Para vivir hay que posicionarse y para ello primero nuestros pies han de tocar el suelo. Debemos creer en algo antes de saltar a la palestra de las ideas, es un riesgo que hay que asumir.
Aunque a veces resulta sumamente complicado hay que explicitar las creencias. El que nuestras objetividades devengan en cosas más oscuras sólo puede prevenirse a través de una vía: la crítica responsable de las mismas a través del debate; el enfrentarlas civilizadamente a otras perspectivas.Y ese cuestionamiento por desgracia no puede hacerse en cualquier lugar del orbe sin exponerse a ser encarcelado o algo peor. Pese a su montaña de defectos, el vecindario europeo es un paraíso. Ustedes pueden discutir sobre la hipocresía y las contradicciones que constantemente aparecen en las sociedades occidentales ¡pero es vivir en ellas lo que hace posible tal crítica!
El explicitar el sustrato de creencias de una sociedad no implica necesariamente tener que destruirlo, porque desde luego unos ofrecen mejores resultados que otros. Demolerlos a conciencia no lleva a un punto de vista holístico y neutro, es llamar al caos y a la guerra del hijo contra el padre y el hermano contra el hermano. O peor aún: es exponerse a ser devorado por otras formas de ver el mundo donde todo aquello que va más allá de la ciega creencia debe ser aplastado. Cada vez que recurrimos al relativismo absurdo, los sátrapas y zelotes del mundo se frotan las manos.
Por eso podemos decir que gran parte del pensamiento actual lleva al fango: no se ha entendido la función que la crítica juega en el progreso; se deconstruye con el único objeto de marcarse un tanto sobre una pila de cascotes... cuando deconstrucción en realidad es análisis. Algunos se llenan la boca de palabras bonitas mientras con la otra mano señalan acusadoramente nuestro mundo, alabando precisamente el acto último de deshumanización: el devorar sacrificios humanos.
Justifican la criminal equivalencia, por ejemplo, diciendo que si eso sucede es porque en esas sociedades valoran mucho a los sacrificados y nosotros somos sin excepción unos imperialistas de mirada colonizante ¡Y desde luego los valoran mucho! ¿Pero como humanos? ¿Acaso en muchas sociedades primitivas la palabra humano (y el concepto) no es la misma que la de integrante de ese grupo, reduciendo a los extranjeros a monstruos, demonios o dioses que probablemente se van a aprovechar de su ingenuidad?
Y luego estos vendedores de humo hablan de la apropiación cultural como un pecado capital, cuando en realidad es el mecanismo de moderación por excelencia. El tomar selectivamente cosas de otros lugares como propias es nuestra mayor fortaleza, ya desde la antigüedad es señal de avance en las artes y las ciencias. El rasgo más indeseable de la tendencia aquí criticada es que habla siempre de hegemonía y multiculturalidad: eso significa que todos amiguitos pero encerrados en nuestras cajas, sin hablar ni criticarnos. Es decir, se cargan nuestra capacidad de progresar y vivir en paz en el futuro. Cárgate desde dentro las luces de la civilización que ha alumbrado la deliberación crítica o la integración del vecino y la sombra de la guerra se asomará una vez más. Muy bajo hemos tenido que caer para buscar lecciones no ya en un caníbal (que cuando no está merendándose a alguien puede tener algo que aportar), sino en la glorificación del mismo canibalismo; la demolición de nuestro tabú originario.
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