miércoles, 26 de agosto de 2020

La playa de las caracolas

Vivimos en un mundo mensurable y ordenado, si bien no cognoscible del todo desde nuestra perspectiva. Que más allá del alcance de nuestros ojos haya abismos oscuros e ignotos leviatanes es perfectamente posible, pero ese no es nuestro lugar y creer lo contrario es peligroso, pues sólo los dioses pueden contemplar la existencia desde fuera. En el mundo humano lo oscuro es tanto marginal como necesario y si imaginamos nuestra realidad como un gran círculo, ello es todo lo que se encuentra en una pequeña franja que toca el muro exterior. Visto de otro modo sería el litoral de nuestra isla donde, pareciéndose al niño que busca caracolas, el creador halla pequeños pedazos de potencial provenientes de las aguas más profundas.

    La realidad humana necesita de equilibrio. Es el reino de un emperador solar donde se hace la vista gorda con la bruja de la noche. El primero es el onomaturgo y el dador de leyes, mientras que la otra nos susurra los matices y variaciones. He aquí los padres no reconocidos de toda sabiduría. Sólo mediante este encuentro puede reconciliarse el ideal con el individuo y sus accidentes.

    En el caos, la nada o la oscuridad sempiterna no podemos vivir. Pero dado que la condición humana nos hace limitados, querer la pureza ideal o el orden absoluto también es llamar a la tragedia. Por eso el sistema sobre el que nos sostenemos necesita proyectar sombras o introducir en su interior una pequeña chispa de caos, ya que de lo contrario el movimiento se detiene y nuestra pequeña isla se ahoga en un océano donde reposan tanto el potencial que inflama el pecho de los héroes como infinidad de monstruos que ansían devorar todo lo que nos es caro.

La destrucción de Leviatán, de Gustave Doré (1865)


domingo, 9 de agosto de 2020

Pinceladas Históricas: Noche en blanco

Inauguramos hoy un nuevo tipo de contenido para este blog: las pinceladas históricas. Si bien mi formación académica y muchos de mis intereses tienen que ver con la filosofía, desde que era pequeño he sentido una gran fascinación por la historia militar. Es un pasatiempo que se superpone con mi gusto por pintar hombrecillos de 28-30mm de altura, y de hecho ambas pasiones se retroalimentan: ¿Qué mejor que echar mano de publicaciones de historia militar para saber cómo pintar correctamente los uniformes de un determinado periodo? ¿Y qué mejor que los wargames de miniaturas para tener en casa un pequeño pedazo de mis periodos preferidos?

    Una de mis contiendas preferentes es la caótica Guerra Civil Rusa y sus conflictos aledaños. En jerga de juegos de guerra es lo que a veces se conoce como Back of Beyond, expresión que en español vendría a significar algo como “el quinto pino”. La denominación proviene de una gama de miniaturas esculpida por el maestro Mark Copplestone y un suplemento para Contemptible Little Armies titulado Back of Beyond; ambientados en los conflictos en Asia Central después de la Primera Guerra Mundial. En otras palabras, se trata de una reactivación del Gran Juego a inicios de los años 20, donde chocan rusos rojos y blancos, señores de la guerra chinos, potencias intervencionistas, bandidos, variopintos grupos de aventureros, etc... Resulta un periodo atractivo para muchos wargamers porque ocupa un nicho especial entre lo histórico y lo pulp, cada cual sitúa la frontera donde quiere. Un servidor se encuentra en lado histórico de la ecuación, aunque ello no impide que en la vitrina de mi estudio junto a los oficiales zaristas esté Corto Maltés.

    De hecho esto me recuerda algo: ¡no estamos aquí para que les haga una ponencia sobre Vetumbrología! Hoy toca un comentario histórico de uno de mis cómics preferidos: Noche en Blanco. Concretamente, de su primera parte.

    Noche en blanco (1989-1997) es una serie guionizada por Yann Pennetier y dibujada por Olivier Neuray que nos cuenta la historia de Sacha Kalitzin, un ex oficial del ejército imperial ruso. La primera parte está ambientada en la guerra civil, concretamente en el frente siberiano. No les voy a destripar la trama, pero baste decir que se trata de una narración interesante para quien gusta de novelas gráficas de aventuras con un tono maduro, así como la estética de las primeras décadas del pasado siglo. El estilo de Neuray se aleja del naturalismo pero sin ser caricaturesco, y la estilización de las figuras encaja a la perfección con el tono de la narración. Dicho esto, comencemos con el análisis histórico. Vaya por delante que no pretendo ser exhaustivo, sino sólo comentar los elementos que me han llamado más la atención.

    Donde podemos hallar más errores históricos es en las menciones a elementos contextuales, pero afortunadamente siempre son referencias a eventos fuera de cámara. De hecho, podríamos resumir el origen de este problema en una sola frase: Rusia es muy grande y su guerra civil muy caótica. Probablemente los autores tomaron el periodo erróneamente como similar a la guerra civil americana o española cuando no es el caso. A este respecto, en un punto mencionan la posibilidad de unirse al ejército de Wrangel... ¡pero el grupo del protagonista se encuentra en Vladivostok y Wrangel en Crimea, en la otra punta del mapa y con todo el poder militar bolchevique de por medio!

    Es una época compleja porque hay multitud de frentes separados y los bandos no fueron en ningún caso entidades cohesionadas. Sin ir más lejos, los guardias blancos no eran una fuerza única, sino una variopinta coalición: además de las fuerzas de Kolchak que vemos en el cómic estaba el gobierno provisional siberiano, el Komuch y las ASFR de Rusia meridional, entre otros muchos. Estas facciones diferían en ideología además de en efectivos o equipamiento; hasta el punto de cubrir todo el espectro desde los socialrevolucionarios hasta los reaccionarios más extremos. Además, no hubo dos bandos monolíticos: formaciones enteras cambiaron de color varias veces y por si fuera poco aparecieron toda clase de nacionalismos locales, renegados e incluso señores de la guerra que nominalmente pertenecían a un lado pero en realidad se dedicaban a saquear a todo el mundo.

    Consecuencia de esta falta de conocimiento de la escala real del conflicto es que se confundan facciones de nombre o rasgos vagamente similares. Por ejemplo, en un momento dado nuestro protagonista habla de su juramento hacia el Gobierno Provisional ¿Pero cuál? La mayoría de futuros contrarrevolucionarios aceptaron el gobierno provisional de Kerenski tras la abdicación del Nicolás II como el mal menor, pero ese gobierno es anterior a la guerra civil, siendo su caída y el ascenso de Lenin uno de sus detonantes. Así, se confunde al gobierno provisional de Kerenski con el Gobierno Provisional Siberiano y el Gobierno Provisional Panruso (o directorio de Omsk) que acabó convirtiéndose en la dictadura de Kolchak. También se menciona a los Verdes como si fueran anarquistas liderados por Néstor Majnó, cuando en realidad eran campesinos rusos poco organizados, distintos del Ejército Negro de Ucrania.

    En cuanto al vestuario, la labor de Neuray ayuda al lector a hacerse una idea general del periodo. La mayoría de uniformes están bien para la época, pero aunque se nota que algo se documentaron volvemos al problema de antes: ¡Rusia es muy grande! El uniforme blanco y negro del protagonista y sus subordinados directos podría ser de las fuerzas de Kolchak si fuera caqui o con otra combinación de colores, pero parece inspirado en el uniforme del regimiento del general Markov, que luchaba en un frente distinto a miles de kilómetros de distancia. Lo mismo sucede con el de los cosacos: si bien en Sibera podría haber algún que otro cosaco del cáucaso con el tradicional caftán con cartucheras (cherkeska), los de las huestes siberianas solían llevar un uniforme similar al del ejército regular, sólo que con colores distintivos en los galones, las franjas de los pantalones y los detalles del sombrero.

    Aparte de la aparición en una ocasión de la ruleta rusa como forma de desafío (en realidad un tópico de origen literario cuya historicidad no ha podido demostrarse) no puedo criticar mucho más.

    Desde un punto de vista histórico, aún con los errores, la primera parte de esta novela gráfica puede ser una buena introducción para alguien que no conoce la Guerra Civil Rusa, ya que aparecen elementos clave: el cruel invierno siberiano, las desavenencias en el seno de cada bando, la importancia de las líneas de ferrocarril y los trenes blindados, la propaganda, el dudoso papel de las fuerzas intervencionistas, etc.

  Lo que me ha gustado más es la ausencia de moralina en la narración, algo muy complicado en conflictos con un trasfondo ideológico tan fuerte. La verdad es que este apartado está muy bien logrado, porque si bien el protagonista y sus aliados se nos presentan como los buenos de la historia no sucede lo mismo con el bando al que pertenecen. Por ejemplo la famosa Legión Checoslovaca, normalmente alabada por su Anábasis siberiana,  en Noche en blanco juega un papel antagónico. Desde el principio vemos que es una guerra muy sucia: tanto blancos como rojos torturan y fusilan por doquier; y el protagonista se topa en varias ocasiones con individuos represaliados por el régimen zarista al que tenía idolatrado. De hecho, en ningún momento se glorifica la violencia: sencillamente seguimos la andadura de los personajes por parajes donde se ha esfumado toda traza de civilización y piedad.

    En resumen, históricamente es una obra interesante para quienes quieren introducirse en el periodo. Los que ya conocemos un poco la época no podemos evitar señalar los errores, pero la impresión es que la intención de los autores es buena: en estos días de polarización e interpretaciones interesadas de eventos pretéritos, las obras con puntos de vista no moralizantes son un privilegio y por ello se les pueden perdonar algunas imprecisiones.

viernes, 7 de agosto de 2020

Schopenhauer y los duelos

Además de las carencias en cultura general que podríamos achacar a las nuevas generaciones, una de las crisis más acuciantes de nuestra sociedad es la mala educación en cuestiones de comportamiento básico originada en una sobremoralización de estética política. Este no es el momento ni el lugar para iniciar un debate sobre la politización o el abandono de aquellas materias que deberían encargarse de ello, sino de los argumentos dados en una dimensión mucho más mundana y pragmática. Es decir, lo argumentos dados por amigos, conocidos, padres y profesores a la hora de enseñar cuales son los límites del comportamiento adecuado de un ciudadano que independientemente de  su filiación política pertenece a una sociedad plural. La costumbre en este país, quizá heredada de la idea de todo lo que no debe hacerse es pecado y puede buscarse en el manual de instrucciones, o quizá simple fruto de la vagancia, es que las cosas deben hacerse porque se han hecho siempre de un determinado modo.

    Sólo se nos enseña un estilo de por qué: uno muy pobre que puede comprimirse en el clásico adverbio de afirmación o negación. La respuesta clásica es que está mal en un sentido laxo o que no debemos recurrir a la barabarie porque va contra una serie de reglas. Pero nunca nos dan el pastel completo: no nos cuentan qué se dice respecto al tema sin caer en verdades dogmáticas, y por eso nos dan la facilidades para quebrantar unos preceptos mal cimentados. A veces incluso esbozan mejor la manera de honrar el sufrimiento silencioso del mártir que la de prevenir que éste tenga que presentar la otra mejilla una y otra vez.

Riña a Garrotazos, de Francisco de Goya

Al final uno acaba buscando en otros derroteros la respuesta a la pregunta de por qué la beligerancia física es una lacra para cualquier sociedad que se pretende moderna. En mi caso particular, la respuesta se encuentra en la filosofía, y concretamente en el pensamiento de algunos pesimistas célebres. Dejando las caricaturas y los hombres de paja a los que habitualmente recurren algunos hijos de Rousseau en sus críticas, el pesimismo antropológico nace de una sensata toma de conciencia de la inseguridad humana. Concretamente, del percatarse de lo precario que es el equilibrio social, pues independientemente de la sociedad que vivimos los seres humanos somos individuos con voluntad y aspiraciones diversas, que tarde o temprano nos llevan a entrar en conflicto. Sin embargo, tenemos claro que vivir juntos y en paz acarrea muchas ventajas, la principal de las cuales es abrir la puerta a abandonar la subsistencia y por tanto tener tiempo de pensar en formas aún más avanzadas de resolución de problemas.

    Creer que el hombre es bueno por naturaleza suena bonito, pero implica vendarse los ojos ante el peligro de que otros puedan valerse de su voluntad para traer dolor a sus semejantes. Esto puede deberse a motivos muy diversos... Naturales: podríamos toparnos con un psicópata. Fallas en el carácter: la Historia es rica en ambiciones desmedidas que lo dejan todo peor de lo que estaba. Ideales: cuando miles de personas creen demasiado en la rectitud de su causa y acaban asesinando a varios miles más.

    ¿Acaso creemos que los peones de los totalitarismos pertenecían sólo a las dos primeras categorías? ¿Se levantaba por la mañanas el soldado hitleriano pensando en que iba a hacer el mal o por el contrario estaba absolutamente convencido de que cumplía con un deber glorioso para su patria? He aquí los cuernos y pezuñas de la bestia: los villanos de opereta no son tales. De perder la capacidad crítica o quebrantarse el marco de tolerancia de las democracias liberales usted o su vecino, con la debida dosis de ceguera selectiva, podrían volverse engranajes del Holocausto.

    Así, vemos que el riesgo del optimismo antropológico tiene que ver tanto con la ceguera ante el peligro como el convertirse en la raíz del problema en sí mismo: creer que podemos revertir el orden social a un estado adánico inexistente, traer el reino de Dios a la tierra o ejercer en vano de parteros del nuevo hombre del socialismo es peligrosísimo. De hecho, si han leído otras entradas de este blog ya se habrán percatado de que parte de mis esfuerzos van enfocados a combatir estos peligros, pues la pureza originaria si no es un mito es un lastre para el desarrollo; además de que parte fundamental nuestra naturaleza como homo sapiens son los artificios de los hijos de Lamec, no el vacío primigenio o la bestialidad. De ahí que nunca nos podamos sacudir el peligro de las espaldas.

    Pero de momento dejemos a un lado la contrucción de órdenes sociales complejos o mi machacona insistencia en los marcos de tolerancia y el libre examen. Siempre podemos tratarlo en entradas futuras. Buceemos pues hasta una esfera más elemental: la racionalización, hasta cierto punto de la violencia interpersonal. Hablamos por supuesto de los duelos ¿o esperaban ustedes algo menos decimonónico en el blog de alguien con la imagen de su salacot en la portada? Ya sé que a día de hoy no se habla de duelos, pero la idea de que cierta clase enfrentamientos son formas legítimas de dirimir algunas cuestiones sigue presente en nuestra época. Quien dice duelos dice batallas campales en calles, hemiciclos y estadios.

    Si alguien me pregunta por qué la violencia no es la manera idónea de resolver un conflicto entre pares, le digo que, en primer, lugar, existen grandes probabilidades de que los contendientes leven una buena dosis de dolor e incluso marcas permanentes. En segundo lugar, la idea de que se trata de (por mucho consentimiento que haya) un método justo es una fantasía. Sólo concibo el uso de la violencia como una herramienta para la legítima defensa ante amenazas directas, siempre que no haya otro camino o que el resto de opciones sean demasiado costosas.

    Tal y como dijo Schopenhauer (célebre pesimista) en Parerga y Paralipómena, justificar el duelo es justificar el asesinato. La idea de enfrentamiento en iguales parámetros donde la honra, la razón sobre alguna cuestión o ambas se las lleva el vencedor es ridícula, principalmente porque la condición de igualdad se convierte en una ilusión al establecer los medios, puesto que ya fuera antaño con espadas y pistolas, o actualmente con los puños, las condiciones de partida no son las mismas: los duelistas habrán nacido con capacidades físicas y mentales distintas, y habrán desarrollado sus habilidades de un modo diferente a lo largo de sus vidas. Así pues, establecer una convención previa siempre acaba dando ventaja a uno de los contendientes. Habiendo expuesto esto, vemos que el único enfrentamiento de esta especie con un punto de partida verdaderamente equilibrado es aquél donde se han abolido las convenciones, y donde cada cual saca partido a sus habilidades como mejor puede, sean garrotazos, arsénico en el té o el clásico apuñalamiento por la espalda. Sería plantear una regresión algo similar a un estado de naturaleza hobbesiano, donde cada cual puede usar los medios a su disposición para salirse con la suya ¡he aquí la igualdad de condiciones! Es decir, que ya no se trata de un duelo reglamentado, y por eso presentar la confrontación personal directa como método instantáneo de “justicia” o como camino para obtener la razón sobre alguna cuestión es incoherente.

Arthur Schopenhauer
Sin duda en la primera mitad del siglo XIX vestían mejor que hoy

Y todo esto sin entrar en qué clase de relación puede tener la verdad o la mentira con golpear a nuestro paisano en la cabeza con un objeto contundente... O en caer en la trampa del absolutismo emocional como solución universal. Porque si bien la empatía y otros sentimientos pueden ser claves a la hora de frenar nuestra mano, también pueden ser fácilmente anulados por el aguijón del odio, la codicia o las razones egoístas.

    Evidentemente, sociedad e individuo no pueden vivir sin confrontación, y afirmar lo contrario sería lo propio de una mente ingenua o de quienes desean guerras para acabar con todas las guerras, regímenes donde se impone la paz del silencio u otras opciones igual de dañinas. Como ya hemos comentado, cada día desde el amanecer hasta el ocaso se presentan multitud de impedimentos a nuestra voluntad, muchos de los cuales tienen que ver con el trato con nuestros semejantes. Entendiendo que por lo ya dicho debemos desterrar los métodos bárbaros, sólo nos queda la confrontación dialéctica, que aunque esta nos presenta de primeras el mismo problema que el duelo en cuanto a la desigualdad de los contendientes no acarrea la evidente desventaja de los garrotazos. El debate, acompañado siempre de una buena ética del discurso y la voluntad de clarificar, es un buen cauce para resolver ciertas tensiones presentes entre grupos e individuos en una sociedad democrática como la nuestra, cuyo deterioro tiene mucho que ver con la citada sobremoralización: a veces el debate se embarra porque se está tan convencido de la inferioridad moral del resto de contendientes que callaríamos ante la imagen del líder de nuestro bando sacrificando vírgenes o comiendo bebés, todo con tal de no conceder una ventaja al adversario. Quizá esta actitud sea el motivo de que desde hace un tiempo se venga escuchando más y más fuerte el distante entrechocar de los sables. Sin embargo, como si estuviéramos inmersos en una suerte de historia interminable, la ética del discurso o el por qué a veces va bien tener a mano el hacha de guerra son otras historias y por tanto serán contadas en otra ocasión.


domingo, 2 de agosto de 2020

La victoria de Saturno

Si uno lleva cierto tiempo deambulando por las redes seguramente se habrá topado con el ya manido debate del relativismo cultural y canibalismo. Me pregunto si lleva a algún lado entenderlo de este modo, bastardeando la antropología, la sociología, la filosofía e incluso la historia. Sinceramente creo que no, pero el ejemplo de la antropofagia es genial para explicar por qué gran parte del pensamiento sucesor de la posmodernidad es una larga cuesta abajo hasta el fango.

   Los moralistas del Renacimiento se adelantaron a nuestro tiempo con este debate. Según algunos, los europeos no tenían demasiado que reprochar a los caníbales de la amazonia porque en el viejo continente (entre otras tropelías) se quemaba a gente. Aunque esto último, costumbre bárbara donde la haya, no era tan común en el siglo XVI como pueda parecer (y sin duda donde se daba con más frecuencia era en el lado reformado de la ecuación), la pira u otros métodos brutales eran conceptualizados de forma negativa: el vulgo quizá podía considerarlos un método efectivo para impartir justicia y acudir al espectáculo que suponía, pero estaba claro que se trataba de un castigo.

    Cualquiera podría quitar tal imagen de la portada del libro de nuestra cultura y poner en su lugar la medicina moderna, los derechos civiles o las pelucas rizadas. O echar un breve vistazo al porcentaje de violaciones en sociedades tribales en comparación con las desarrolladas para que el buen salvaje de Rousseau vaya a dar contra el fondo de los acantilados de la Razón. En nuestros tiempos, unos pocos aspirantes a mesías han seguido corrompiendo y radicalizando hasta lo absurdo la tradición moralista: basta ver cuánto les gusta la comparación entre canibalismo y comunión. Dicen que sacarle el corazón a un enemigo derrotado y comértelo para obtener su fuerza al parecer es lo mismo que la ingesta simbólica de carne y sangre en forma de ostia, cuando precisamente lo segundo es (entre otros asuntos) la conmemoración de un autosacrifico que marca el paso a una época de culto sin los sacrificios animales del mundo judío o pagano. Otros incluso dan una justificación pragmática, haciendo hincapié en una supuesta dieta sana de los caníbales. Cuando les conviene el mundo es una sola esfera simbólica, cuando no, hiperrealidad positivizada. 

    El canibalismo como ejemplo de relativismo es uno realmente pernicioso, y decir que tienen sus razones como quien dice haber descubierto un nuevo continente es absurdo... ¡Todo el mundo tiene sus razones! Decir que no podemos juzgar una civilización porque nuestro punto de vista está sesgado tiene dos filos, ambos malísimos. 

    En primer lugar, identificamos interesadamente las culturas como bloques homogéneos totalmente equivalentes y aislados en el tiempo. Simplificamos, de modo que enfrentamos un ficticio idilio tribal a civilizaciones desarrolladas más allá de la subsistencia donde existen instituciones competentes y la posibilidad de toparse con disensión a todos los niveles. Anulamos la individualidad humana cayendo sin querer en el esencialismo, negando toda posibilidad de cambio a mejor.

    En segundo lugar, anulamos toda capacidad de juicio; creando así toda una sucesión de incoherencias que a la larga resultan dañinas para la sociedad en su conjunto. Es cierto que todo el mundo tiene razones, pero esto no anula para nada nuestra capacidad de discernimiento. El fascismo y la yihad tienen sus razones y sin embargo nadie con dos dedos de frente cree que no podamos juzgarlas por el hecho de tener nosotros las nuestras. Sencillamente no son equivalentes. Lo que se hace al seguir esas razones es objetivamente malo, no necesariamente en un sentido metafísico duro, sino porque destruyes todas las nociones de dignidad humana o libertad que existen en nuestra civilización; incluso erradicas la posibilidad de debate o clarificación sobre las mismas. No son válidas porque en su obsesión por la pureza anulan la pluralidad, y con ello la ventaja evolutiva de coexistir con un otro en cuyo reflejo podemos ver nuestras carencias. Bien al contrario, desfiguran al que es distinto hasta hacer que no nos reconozcamos en él. Así es como se corrompe a poblaciones enteras para que cometan atrocidades.

    Que nuestro mundo no tenga un correlato en otro de la Ideas más allá de nuestros cerebros no significa que no existan objetividades. Si no las hubiera, en el mejor de los casos evitaríamos subir a cualquier avión y en el peor nos quedaríamos encerrados sin salir de la cama por la total incertidumbre. Como decía Ortega, “las ideas se tienen, en las creencias se está”, pero esta cuestión esconde muchos misterios. Para vivir hay que posicionarse y para ello primero nuestros pies han de tocar el suelo. Debemos creer en algo antes de saltar a la palestra de las ideas, es un riesgo que hay que asumir.



    Aunque a veces resulta sumamente complicado hay que explicitar las creencias. El que nuestras objetividades devengan en cosas más oscuras sólo puede prevenirse a través de una vía: la crítica responsable de las mismas a través del debate; el enfrentarlas civilizadamente a otras perspectivas.Y ese cuestionamiento por desgracia no puede hacerse en cualquier lugar del orbe sin exponerse a ser encarcelado o algo peor. Pese a su montaña de defectos, el vecindario europeo es un paraíso. Ustedes pueden discutir sobre la hipocresía y las contradicciones que constantemente aparecen en las sociedades occidentales ¡pero es vivir en ellas lo que hace posible tal crítica! 

    El explicitar el sustrato de creencias de una sociedad no implica necesariamente tener que destruirlo, porque desde luego unos ofrecen mejores resultados que otros. Demolerlos a conciencia no lleva a un punto de vista holístico y neutro, es llamar al caos y a la guerra del hijo contra el padre y el hermano contra el hermano. O peor aún: es exponerse a ser devorado por otras formas de ver el mundo donde todo aquello que va más allá de la ciega creencia debe ser aplastado. Cada vez que recurrimos al relativismo absurdo, los sátrapas y zelotes del mundo se frotan las manos.

    Por eso podemos decir que gran parte del pensamiento actual lleva al fango: no se ha entendido la función que la crítica juega en el progreso; se deconstruye con el único objeto de marcarse un tanto sobre una pila de cascotes... cuando deconstrucción en realidad es análisis. Algunos se llenan la boca de palabras bonitas mientras con la otra mano señalan acusadoramente nuestro mundo, alabando precisamente el acto último de deshumanización: el devorar sacrificios humanos.

    Justifican la criminal equivalencia, por ejemplo, diciendo que si eso sucede es porque en esas sociedades valoran mucho a los sacrificados y nosotros somos sin excepción unos imperialistas de mirada colonizante ¡Y desde luego los valoran mucho! ¿Pero como humanos? ¿Acaso en muchas sociedades primitivas la palabra humano (y el concepto) no es la misma que la de integrante de ese grupo, reduciendo a los extranjeros a monstruos, demonios o dioses que probablemente se van a aprovechar de su ingenuidad?

    Y luego estos vendedores de humo hablan de la apropiación cultural como un pecado capital, cuando en realidad es el mecanismo de moderación por excelencia. El tomar selectivamente cosas de otros lugares como propias es nuestra mayor fortaleza, ya desde la antigüedad es señal de avance en las artes y las ciencias. El rasgo más indeseable de la tendencia aquí criticada es que habla siempre de hegemonía y multiculturalidad: eso significa que todos amiguitos pero encerrados en nuestras cajas, sin hablar ni criticarnos. Es decir, se cargan nuestra capacidad de progresar y vivir en paz en el futuro. Cárgate desde dentro las luces de la civilización que ha alumbrado la deliberación crítica o la integración del vecino y la sombra de la guerra se asomará una vez más. Muy bajo hemos tenido que caer para buscar lecciones no ya en un caníbal (que cuando no está merendándose a alguien puede tener algo que aportar), sino en la glorificación del mismo canibalismo; la demolición de nuestro tabú originario.