Frecuentemente quienes afirman que España se equivocó de bando y en su momento deberíamos habernos arrimado a Rusia o a China suelen ser también críticos no con la deriva de la Modernidad sino con la Modernidad en sí misma. El problema es que (sin quererlo) ellos también son Modernos y por eso dan por sentadas cosas como la individualidad, la actividad crítica que ejercen y la noción misma de Razón: asumen que abonando bien la tierra surgen rápidamente en cualquier lugar. También dan por sentado que si se cumplieran sus fantasías y brotara por arte magia un segundo imperio español omnipotente ellos serían los reyes filósofos, o al menos su discurso sería escuchado en los salones de los poderosos.
Sin embargo un vistazo desapasionado de lo que hay más allá del limes revela un mundo donde la ciudadanía no está ni se la espera, y donde quien se atreve a sugerir una alternativa o criticar lo establecido no tiene que preocuparse de palabras hirientes en Twitter, sino de ser brutalmente castigado o directamente desaparecer. Incluso dejando a un lado las represalias de EEUU ante un hipotético volantazo por nuestra parte, los malos olores (de las aún peores compañías) tienden a pegarse. Por eso más allá de Occidente hay manos que no deberían estrecharse jamás, y de hecho con lo que sabemos a día de hoy hacerlo no debería pasar ni por la imaginación del más cínico. Con esto quiero decir que no debemos confundir el deseo de poner coto a los principales problemas de la nación o el regreso a la preeminencia internacional con vaguedades donde la palabra “España” es un significante vacío que permite pactar con el diablo o acallar la voz de la conciencia respecto a la sociedad en la que uno quiere vivir. Quienes conocen algo de historia moderna saben que los vapores arremolinados en tales abismos generalmente albergan voluntades secretas o al menos contienen las condiciones para que algún sátrapa oportunista cargue de cadenas a los ingenuos que le han encumbrado.
Los discursos surgidos a raíz de la invasión de Ucrania por parte de los rusos han hecho más patente una división que desde hace tiempo viene gestándose en la derecha española: aquellos que luchan por el sueño una España fuerte (la que sea mientras tenga el envase apropiado) y aquellos que creemos que la decencia o las libertades (el ejemplo) deben venir antes que la proyección exterior. Quienes se golpean el pecho ladrando geopolítica o realismo cada cinco minutos harían bien en recordar que ese Maquiavelo a quien tanto adoran reserva también un lugar especial a la conducta virtuosa o a la importancia del disenso en el seno de la República. Eso es lo que nos separa de los bárbaros.
La primera pregunta que debe hacerse un patriota no es cómo armarse o presentar batalla, sino por qué vale la pena luchar. Por eso les confieso que por muy poderosa que llegara a ser, una España temida e indecente sería para mí tan enemiga como una tiranía extranjera. Quizá incluso más, ya que la liberación tendría prioridad sobre cualquier conflicto exterior.
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