martes, 24 de mayo de 2022

Actualidad y necesidad de la Verdad

¿A qué nos referimos cuando hablamos de verdad?

¿Es la posverdad de la que tanto se habla un sinónimo de la mentira?


Ciertamente, la palabra verdad es de uso tan generalizado que preguntarnos por ella puede parecer ridículo. De hecho a muchísima gente inteligente le parece absurdo hablar de verdad como algo más que adecuación lógica. Sin embargo, bajo la fachada de cotidianidad de considerar algo “verdadero” se esconde el problema de escepticismo moderno bajo otra guisa, una que a día de hoy nos hace posar la lupa sobre sus ramificaciones políticas y sociales.

    Es sumamente interesante la primera definición del término que nos ofrece el diccionario de la RAE: Conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Ese cosas se acerca a lo que podríamos llamar verdad en mayúsculas: el orden de todo lo existente con independencia de nuestra perspectiva. Sin embargo, nos topamos aquí con un problema que nos es muy familiar en Filosofía: al no ser criaturas omniscientes ni tener posibilidad de serlo, no podemos llegar aprehender lo externo en su totalidad. De hecho, para más inri si bien la mayor parte de individuos pueden llegar a convenir esos conceptos de las cosas a un nivel elemental (Alto-bajo, frío-cálido, etc), también es cierto que las distintas culturas y una miríada de parámetros de socialización hacen que dos individuos puedan tener ideas distintas del mismo objeto, o que uno de ellos ni siquiera tenga esa idea porque nunca lo ha necesitado. Es decir: queda claro conceptualizamos, manipulamos y percibimos cosas, pero la totalidad nuestro mundo se nos escapa. Por muy bien que creamos conocerlo es imposible volverlo del completamente predecible incluso para la ciencia más estricta.

    Por ello muchas veces verdad ontológica queda reducida a un ideal que no es patrimonio de nadie, sencillamente es lo que hay. Así, quedamos por fuerza confinados en una definición cotidiana o meramente lingüística de verdad, que no será sencillamente la correspondencia de palabra y pensamiento con el mundo; sino con nuestra reconstrucción imperfecta del mismo. Por ejemplo, en muchas ocasiones se corona la explicación del paso del mito al logos con la superficial moralina de la sustitución de una patraña fantasiosa por una verdad científica definitiva. Si bien es cierto que el paso de la explicación de un determinado fenómeno con dioses y geniecillos a uno que prescinde de ellos es un gran avance no se trata ni mucho menos del fin del camino: ahí tenemos el ejemplo del modelo astronómico ptolemaico, basado en la observación de regularidades físicas y capaz de predicciones de lo más precisas; y sin embargo desbancado por uno muchísimo mejor que encima simplifica los cálculos. Lo relevante aquí para la verdad no es tanto el contenido como el método de aproximación, y sobre todo nuestra actitud al enfrentar los nuevos datos con nuestro poso de creencias.

    Ahora bien, llegados al callejón sin salida de la perspectiva comienzan a aparecer perversiones ingenuas o de plano malintencionadas. Aceptar que la realidad humana es siempre mediada es un acto de responsabilidad, pero dar el paso de decir que sólo existe ese medio -y por tanto puede ser alterado a placer- es saltar al vacío. Saber que nos relacionamos con las cosas que nos rodean mediante símbolos de las mismas es peligroso, porque a través de este mismo sistema también podemos manipular a las personas con las que compartimos lenguaje, haciendo que alteren su conducta de acuerdo a nuestro interés. Quizá el ejemplo más burdo es el de la mentira: decir algo que de plano no es, o que directamente es opuesto a lo que realmente hay. Sin embargo, hay formas mucho más sutiles de manipulación, que presentan lo existente de forma que desbarata el aparato simbólico de los demás en nuestro beneficio. Para ilustrar este punto con algo actual destacaremos el uso de términos como crecimiento negativo o desaceleración en vez de decrecimiento; crear conciencia en vez de adoctrinar; o discriminación positiva por segregación. Estos ejemplos se diferencian de los eufemismos tradicionales en que van más allá de la salvaguarda de los tabús una moral existente: a través del lenguaje pretenden alterar la realidad influyendo en las interacciones sociales más elementales, pero también en la investigación científica, el debate académico o la acción política.

    Por tanto, el gran problema al que nos enfrentamos en esta era que muchos han llamado de la posverdad no es el hecho de que se mienta; pues mentir se ha mentido siempre, y mucho. El núcleo de la cuestión no es la falsedad en sí, sino las medidas que tomamos a la hora de asegurarnos de que estamos en lo cierto y la responsabilidad que ello supone, especialmente en el ámbito del debate público. La posverdad no es más que desentenderse de los hechos en nombre del pragmatismo justificativo o el identitarismo. Como he dicho, en nuestra era abundan los malabares lingüísticos, tan comunes hasta el punto de que han hecho olvidar a muchos que si bien nuestra realidad es mediada, el mundo sigue existiendo ahí afuera y en última instancia sus fenómenos no son más que el extremo visible de la verdad ontológica.

    Aunque interactuemos con el mundo mediante aproximaciones imperfectas, la alteración del símbolo no implica un cambio en la realidad más allá de lo humano... y en el caso de lo humano, tan sólo en una diminuta parcela y por tiempo limitado. Tarde o temprano nos damos cuenta de que no se sostiene porque el mismo devenir parece revolverse contra de las falsedades que pretendemos entretejerle: uno puede hablar de desaceleración sólo hasta es que el estancamiento o la decadencia le hacen rugir las tripas, del mismo modo que uno puede negar la ley de la gravedad hasta que se queda sin dientes. Por tanto, trastocar intencionalmente el aparato simbólico de otros hasta volver el mundo irreconocible acaba repercutiendo negativamente en su capacidad para relacionarse con él. En otras palabras: la perspectiva se convierte sólo en discurso. En mi opinión, la única pauta viable para salir de la vorágine en la que nos hallamos sumidos es, en primer lugar fomentar una actitud crítica constante, que nos permita analizar si las palabras y los símbolos hacen justicia a los hechos y nuestra percepción de los mismos es mejorable. En segundo lugar, hay que tener siempre claro que la Verdad en mayúsculas es tan inalcanzable como ineludible. Es como hallarnos en en centro de un inmenso valle sin que nuestros ojos puedan percibir al mismo tiempo todos los picos nevados que nos rodean ni nuestros brazos abarcar al más pequeños de ellos, pero no por ello negamos la presencia de tales montañas.

    Al final, cada uno puede decir y tratar de creer lo que quiera, pero afirmar que el emperador lleva un espléndido jubón de aire no altera su desnudez ni en un milímetro.


Texto ampliado a partir del guión de una intervención en el Seminario Permanente de Filosofía del CDLIB en 2019.


La verdad y la piedad, de Pompeo Girolamo Batoni (1745)


Nosotros, los intelectuales


Quienes me conocen desde hace algún tiempo saben que en ciertos campos (sobre todo las artes) defiendo ideas elitistas, ya que creo que cada persona puede desarrollar sus habilidades de un modo radicalmente distinto al de sus congéneres. Por eso considero que cuando determinados temas se ponen sobre la mesa la voz de los más experimentados o quienes han cultivado sus talentos y sensibilidades deberían tener más peso que el de alguien que simplemente pasa por ahí. Sin embargo, desde hace unos años también he aprendido a aborrecer con más intensidad la cantinela de "𝑛𝑜𝑠𝑜𝑡𝑟𝑜𝑠, 𝑙𝑜𝑠 𝑖𝑛𝑡𝑒𝑙𝑒𝑐𝑡𝑢𝑎𝑙𝑒𝑠". Esa es la gran tentación de pensadores de todo pelaje que, queramos reconocerlo o no, han sido instigadores de muchas desgracias que han azotado al mundo en los últimos cuatro siglos. Su pecado original no ha sido otro que desprenderse de la humildad, la más excelsa de las virtudes filosóficas, y erigirse en frías efigies de mármol cuya mano derecha dice velar por el hombre común mientras la izquierda, oculta a la espalda, gesticula con asco cuando se acercan a pedir limosna. Gran parte de los pecados de la Modernidad se deben a este tipo de individuos, ya que en el fondo de todo discurso progresista, (independientemente de la época o el color político) se esconde la idea de forzar el nacimiento de alguna variante del “Nuevo Hombre”... algo que además de ser imposible, suele implicar señalar a otros como lastres que impiden que de la noche a la mañana nos convirtamos en semidioses dorados. Con esto quiero decir que el problema del progresismo es que trata de moldear al mundo para que se adapte a universales que sólo existen en la mente de sus adeptos y por tanto no concibe la posibilidad de que alguien pueda rechazar sus tesis de forma racional. Esto hace que todo intento de lograr un compromiso de “vive y deja vivir” sea imposible y tarde o temprano, cuando hayan acumulado el poder suficiente, volverán a llamar a la puerta para obligarte a postrarte, quitártelo todo o eliminarte de su bonita ecuación.

    El mejor consejo que puedo dar para prevenir la influencia de dicha cosmovisión desde la cotidianidad es no fiarse nunca de nadie que no sepa trabajar con las manos. Recordemos que aquello que los romanos llamaban 𝑎𝑢𝑐𝑡𝑜𝑟𝑖𝑡𝑎𝑠 y asociaban al poder de asesoría o legitimación del Senado originalmente (también en la hélade que vio nacer a tantos cerebros barbados) provenía del prestigio de quien podía demostrar su maestría en un oficio. En la escala a la que me estoy refiriendo aquí no tiene que ser necesariamente un oficio manual: tomarse en serio una afición compleja es suficiente para no perder el contacto con esos orígenes ligados a la práctica. La cuestión es que hace falta saber operar en el mundo de los objetos tangibles, porque en él puedes pillarte los dedos o las cosas pueden salir mal tantas veces y de formas tan evidentes que acabas desarrollando algo de sentido común solo para no tener que volver a comenzar desde cero a la mínima que te descuidas.  Es una lección imprescindible, porque en la constelación de las ideas es demasiado fácil señalar al cruel destino, decir que es culpa de otros o negar la derrota. Si alguien que no ha operado lo suficiente en la corporalidad de repente se pone a dar órdenes que afectan a otros, el fracaso y la falta de aprendizaje sobre el mismo están más que garantizados.

"Tan grande fue el poder de la voz de Saruman en este último esfuerzo que ninguno de los que escuchaban permaneció impasible. Pero esta vez el sortilegio era de una naturaleza muy diferente. Estaban oyendo el tierno reproche de un rey bondadoso a un ministro equivocado aunque muy querido. Pero se sentían excluidos, como si escucharan detrás de una puerta palabras que no les estaban destinadas: niños malcriados o sirvientes estúpidos que oían a hurtadillas las conversaciones ininteligibles de los mayores, y se preguntaban inquietos de qué modo podrían afectarlos. Los dos interlocutores estaban hechos de una materia más noble: eran venerables y sabios. Una alianza entre ellos parecía inevitable. Gandalf subiría a la torre, a discutir en las altas estancias de Orthanc problemas profundos, incomprensibles para ellos. Las puertas se cerrarían y ellos quedarían fuera, esperando a que vinieran a imponerles una tarea o un castigo. Hasta en la mente de Théoden apareció el pensamiento, como la sombra de una duda: «Nos traicionará, nos abandonará... y nada ya podrá salvarnos.»

De pronto Gandalf se echó a reír. Las fantasías se disiparon como una nubecilla de humo"

Las Dos Torres, libro I 

 

"Saruman, tu vara está quebrada"