Pese a lo mucho que critico por aquí algunos aspectos culturales del mundo anglosajón, lo cierto es que hay una cosa que de la deberíamos tomar ejemplo en el resto de Occidente: ellos han conservado y codificado para la posteridad aspectos clave del derecho natural que nosotros hemos olvidado o abiertamente despreciamos. Los sistemas basados en la Common Law inglesa son infinitamente superiores a los de raíz continental o afrancesada porque parten de la noción clave de que el ser humano es libre por naturaleza, y por tanto la ley tiene el doble cometido de decir al ciudadano lo que no puede hacer (para hacer posible la vida social) y servir de contrapeso limitando la intromisión estatal en la vida privada (para eso sirven los derechos). En otras palabras: la tradición anglosajona contiene un sano escepticismo frente al poder que al mismo tiempo permite relacionarse con él de una forma mucho más madura que otras tradiciones. Se trata de un sustrato cultural que facilita el análisis crítico de la influencia de voluntades ajenas sobre nuestras vidas.
Como ya escribí en otra ocasión, la definición más genérica de poder no tiene que ver inmediatamente con el Estado ni el sometimiento del otro, aunque a la larga siempre tienda a ello. En origen, el poder es la capacidad que tiene el individuo de proyectar su voluntad en el mundo y así transformar o reconducir la realidad según su parecer: cuando nos comemos una manzana o movemos una silla en cierto modo estamos ejerciendo poder. No hace falta atar muchos cabos para ver la relación de esto con la libertad, el conocimiento y las promesas dulzonas serpiente del Génesis. Baste decir que los problemas comienzan cuando (directamente o por ramificaciones insospechadas) nuestra esfera de influencia se topa con la de otras personas de cuyo contacto, como animales sociales que somos, no podemos renegar. Como adelantaron Locke o Hobbes, para que la vida social sea posible todos debemos ceder una parte de nuestra libertad originaria. Por eso idealmente el marco normativo de una sociedad consiste en estipular qué líneas no pueden traspasarse. En cambio, en el Viejo Continente se ha caído en una aberrante inversión: creemos que lo normal es que el Estado nos provea de una limitadísima carta de derechos o conductas aceptables, y a cambio le entregamos la potestad para decidir caprichosamente cualquier otro aspecto de nuestras vidas.
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