Todo el rollo de la autocompasión y el postureo sobre salud mental en redes sociales tiene que parar.
Está pudriendo el cerebro a los adolescentes, hunde más a quienes tienen trastornos reales y crea individuos para quienes es imposible comportarse en sociedad. En muchos casos lo que hay detrás es una telaraña de rédito social que engendra a monstruos cuya única ocupación es aprovechar el sufrimiento ajeno para tratar de crear juguetes rotos que les sirvan de público.
Estamos en 2022. La época de la sobreenxigencia y la severidad generalizada pasó hace mucho, si es que llegó a existir más allá de la caricatura moderna. Una cosa es dar un empujoncito a la autoestima para ayudar a que una persona en sus horas bajas pueda recomponerse y otra es meter a esa persona en círculo vicioso de autocompasión y victimismo "cool" para que nunca pueda llegar a ser independiente. Hay que volver a inculcar la idea que el primer paso hacia el desarrollo personal y una vida más feliz es reconocer las carencia personales a fin de paliarlas o, si no se puede, compensarlas por otro sitio. En mi caso siempre he sabido que era un inadaptado: desde pequeño noté que algo no encajaba, algún defecto de fabricación que va más allá de mis aficiones, gustos, defectos e impedimentos como la disfemia. A veces es como si hubiera una barrera invisible entre un servidor y la mayor parte de mi generación, y eso ha provocado que lo largo de mi juventud me haya sentido solo, incomprendido y miserable. Ninguna de estas cosas es un trofeo que exponer, ni unas credenciales que sacar al presentarse, y sin embargo veo que hoy para muchos adolescente la miseria es una charca de barro en la que se revuelcan y de la que no quieren salir. Todas las conversaciones construyen en torno a eso, hasta el punto que ya no parece la habitual fase de poeta romántico sino un concurso cuñadesco de medición fálica.
También hay que insistir en que uno puede ser y pensar lo que quiera, pero que las interacciones humanas tienen una serie de leyes no escritas que nos vienen dadas. Existe un acuerdo de mínimos al tratar con otros, que se aplica incluso a las personas de las que gente "normal" espera conductas raras. Los raritos de hace diez o quince años aceptábamos (refunfuñando mucho) que aprender a comportarse en sociedad es necesario porque muchas veces es vital ir a sitos o hacer cosas que no nos gustan. Muchos lo hemos acabado interiorizando como una especie de convenio con el mundo exterior (“de acuerdo, lo haré, pero me dejas en paz el resto del tiempo”), pero al parecer esta noción resulta completamente alienígena a las nuevas generaciones: ahora es la sociedad la que en todo momento ha de amoldarse a todos y cada uno de sus caprichos.
Auguro generaciones de hombres y mujeres cada vez más incapaces, y la culpa será nuestra por no haberlos educado para sobreponerse a la adversidad, sino sencillamente señalarla con dramatismo o directamente inventársela esperando un aplauso.
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