Lo
que algunos no entienden en esta época de puritanos digitales es que
la civilización siempre lleva consigo la gran tragedia del hombre,
originada en la pérdida de la inocencia: la realización de que
provenimos del mismo reino que los gatos o las hiedras, pero nuestra
conciencia humana hace que tengamos la sensación de que no encajamos
en él, es decir, que estamos contaminados. Este mismo
distanciamiento se extiende a cualquier estado que consideremos
originario, y el mejor ejemplo de ello es la perspectiva que muchos
tenemos de la infancia. Quizá algunos conservemos la ilusión que
otras personas desecharon, pero tenemos claro que no volveremos a ser
niños jamás. Cuando uno se percata de ello es una revelación
dramática, y sin embargo al cabo de un tiempo acepta que no es un
hecho bueno ni malo, sino que sencillamente es ley de vida. Aunque de
súbito el mundo se vuelva complejo y los significados se amontonen o
contradigan, más allá de este abismo hay grandes maravillas por descubrir.
A
lo largo de los milenios la transición se ha representado de muchas
formas, pero casi siempre tiene elementos comunes, como el
descubrimiento del Otro y la aparición de una Razón que nos aleja
del mundo primigenio. Por todos es conocida la historia de Adán,
aunque a título personal prefiero historias donde aparece este tema
sin ser mitos de creación, sino de integración de un individuo
externo en algo existente. De estas, destaco la historia inicial de
Enkidu en la epopeya de Gilgamesh, la obra épica más antigua que
conocemos.
"Cuando
se hubo saciado de sus encantos
Dirigió
su mirada a su rebaño.
Las
gacelas vieron a Enkidu y comenzaron a correr,
Las
bestias del campo se alejaron de su presencia.
Enkidu
estaba debilitado, no podía correr como antes,
pero
ahora tenía razón y un amplio entendimiento"
Explicando
este fragmento de forma breve, Enkidu es un hombre bestial creado por
los dioses para causar problemas a Gilgamesh, rey de Uruk, como
castigo por sus excesos. Cuando llega al mundo , Enkidu vive en
armonía con las bestias, como un animal más, y las protege
rompiendo los cepos tendidos por los humanos. Los cazadores,
alarmados, van a Uruk a pedir ayuda al rey, que en respuesta envía a
la hieródula Shamhat. Durante seis días y siete noches el salvaje
yace con la prostituta sagrada, sin darse cuenta de que con ello sus
impulsos acaban sometidos a la civilización... hasta que ve que el
precio del habla y la razón es haber dejado de ser un animal más.
Se trata de algo similar a lo que sucede con la hechicera Medea en la
mitología griega, que después de traicionar a los de su sangre por
amor a Jasón, regresa a la hélade junto a los argonautas pero se da
cuenta de que el mundo natural ya no le habla como lo hacía antes.
Maravillosa ilustración de Rebecca Yanovskaya |
Regresando
a la epopeya acadia, Enkidu es convencido de abandonar el páramo por
Shamhat y juntos se dirigen a la ciudad para casarse. Ahí, el rey
trata de reclamar su derecho de pernada, pero Enkidu se opone y tras
una lucha de épicas proporciones él y Gilgamesh se vuelven grandes
amigos y compañeros de aventuras. El hombre salvaje no volverá a
ser el mismo jamás, y sin embargo por el camino ha descubierto un
nuevo mundo.
Evidentemente
contar esta historia hoy día es escandaloso y casi delictivo.
No
aceptar la transición y querer volver a una era de inocencia total
resulta patológico, y de hecho ahí se origina la crisis que
atraviesa ahora nuestra cultura. Todos estos niñatos justicieros de
EEUU y sus adláteres europeos quieren traer una especie de reino de
Dios en la Tierra: siguiendo los pasos de Calvino quieren que el ser
humano de a cada cosa su uso natural, es decir, seguir la finalidad
según la cual ha sido creada... ¡como si pudieran conocerla! Al ser
administradores directos de la verdad en mayúscula (lo que hace
cinco siglos considerarían divino) cualquier orden humano resulta
ilegítimo a sus ojos. Y humano significa, entre otras cosas,
que puede hacer la vista gorda o recurrir al humor ante determinadas
contradicciones naturales... es decir, que implícitamente la
civilización se sabe imperfecta, y aunque reformarla vale la pena
seguirá siendo imperfecta siempre, del mismo modo -saltando de la
mitología a la filosofía- también nuestro saber será siempre
incompleto.
No
volveremos nunca a una edad dorada, e intentar hacerlo sólo nos
traerá sufrimiento. No habrá un Fin de la Historia, algo que no es
necesariamente malo. Por eso los adeptos de la justicia social están
destinados a fracasar en sus empeños y los hijos a avergonzarse de
semejantes padres una vez vean que más allá de los algodones el
mundo sigue existiendo. Los niños de hoy o sus hijos quizá vivirán
la pérdida del paraíso mucho más duramente que los de mi
generación, pero estoy convencido de que aprenderán la lección que
su predecesores han ignorado. Cuando haya pasado el temporal de
histeria recaerá sobre sus hombros reconstruir lo que quede.
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