Aparte de la buena
conversación y las cosas hechas para durar, creo que algo que
echamos de menos en esta época es la grandeza. Para mí esta palabra
aplicada al rasgo personal es uno de los términos más difíciles de
definir que existen y al mismo tiempo algo a lo que se debería
aspirar aun cuando soñamos con vidas sencillas apartadas del ruido
de las calles. La grandeza no se limita a la compasión, la bondad,
el honor, la franqueza o la ejemplaridad; tiene además una curiosa
característica narrativa, un sentido cuasi épico producto del darse
sentido de forma radical. Grandeza es dotar de una cierta aura hasta
a las cuestiones más mundanas, de decidir que uno puede dejar una
impronta positiva en el gran drama en que todos vivimos y abandonar
los sueños edulcorados con las que la cultura de masas embota el
cerebro. Es cuando alguien, por muy diminuto que le parezca su campo
de acción, sigue a esos familiares, amigos, mentores o conocidos con
carácter por la senda de los grandes héroes y sabios de antaño. Lo
importante no es que el nombre aparezca en el libro o en las
canciones, sino estar donde corresponde.
Se trata de un rasgo difícil de definir, pero seguro que todos podemos contar alguna historia, hemos visto el extraño brillo en los ojos de alguien o notado el cambio en el tono de voz al tratar ciertas cuestiones. La grandeza existe y puede percibirse. Por ello, no importa que vivamos en una era de nebulosidad en la que los Hombres se aterrorizan ante meras palabras: tarde o temprano aquellos de naturaleza libre se topan, en lugares y compañías insospechados, con las puertas que conducen a su sendero.
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