miércoles, 3 de marzo de 2021

A la tercera no va la vencida


Una tercera república es posible pero no deseable. 

    Esto es así porque las repúblicas no son nada sin buenos republicanos. En primer lugar, la ciudadanía no sabe qué es una república o por qué fracasaron los anteriores intentos de establecer regímenes de ese tipo en España. Aunque pueda resultar irónico, la romantización de la Segunda República va en detrimento del triunfo de una tercera, sobre todo porque basta echar un vistazo al discurso republicano actual para ver que volveríamos a repetir (de hecho, estamos repitiendo) punto por punto los errores de nuestros antecesores.

    En segundo lugar y respecto al ya mencionado discurso, las fuerzas parlamentarias que a día de hoy abogan por esa forma de gobierno carecen de toda virtud cívica o espíritu eutáxico necesarios para impulsar una república que perdure. En otras palabras: venderían un pedazo del país o nos harían esclavos de potencias o capital extranjero con tal de retener el poder en sus manos.

    En tercer y último lugar, la república es incompatible con la clase política actual porque las auténticas (no las populares o con democrática en el nombre) se caracterizan por -además de la división de poderes- un equilibrio entre el pueblo y élite: hay comportamientos que se consideran tan inaceptables que deslegitimarían al gobierno y por tanto autorizarían a la ciudadanía a alzarse contra los abusos. En una verdadera república políticos y funcionarios deben su lugar a la vocación de servicio y al mérito. En cambio, en la España de nuestros días uno se hace mandarín para vivir cómodamente del dinero del contribuyente.

    No me tiembla el pulso al escribir que fui republicano hasta 2017, cuando la monarquía se probó como la única institución a la altura mientras el gobierno estaba ausente en el transcurso del mayor desafío que ha vivido nuestra democracia. Eso desde luego paga con creces cualquier daño que el anterior monarca pudiera hacer a la imagen de su Casa. Y por otra parte, no quita que debería ser juzgado no como cualquier ciudadano, sino con el agravante de que en calidad de monarca se lo presupone modelo de ejemplaridad.

Alegoría de la I República

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