La alianza de la fantasía con las ideologías hegemónicas ha dado sus frutos económicos en la última década, pero será su ruina si en el medio plazo no recuperan la fantasía tradicional y la libertad creativa, opuesta al diseño corporativo reinante a día de hoy. De hecho ya lleva provocando rechazo un tiempo: basta ver cómo empeora la recepción de los productos de Disney, Netflix o Amazon.
Los problemas del corporativismo creativo que denuncio pueden resumirse en tres puntos.
- En primer lugar, productores y ejecutivos de todo pelaje vician el proceso para introducir ocurrencias que ellos creen que reportarán en mayores beneficios, ya sea porque creen que harán el producto más atractivo, porque atraerán a inversores ideologizados o reforzarán la imagen "moral" de las empresas que toman partido... al menos en la irreal imagen que ellos tienen de la sociedad.
- En segundo lugar, en muchos casos los departamentos de arte y storytelling han sido usurpados por activistas que desplazan a artistas con las sensibilidades apropiadas o que aspiran a la excelencia. El objetivo ya no es contar una gran historia, sino rodear una moraleja simplona de elementos irreales. A su vez, es común que estos grupos tomen la idea del posmodernismo militante de que todo el espectro de la existencia humana puede reducirse a la lucha por el poder, lo que los impulsa a la intriga o ataque preventivo contra individuos que podrían servir de contrapeso para reencauzar la situación.
- Finalmente, se ha popularizado el dogma de que muchas cabezas piensan mejor que una y que los procesos asamblearios traen invariablemente buenos resultados. El resultado suele ser un popurrí a medio cocinar que no satisface a nadie. Las grandes historias modernas han sido producto de las sutilezas de una sola mente (o unas pocas bien sintonizadas) y no de un coro discordante.
Sin embargo, en la base de la fantasía moderna existe una cuestión metafísica que eclipsa lo dicho hasta ahora: la fantasía es la antítesis del pensamiento utópico progresista*. Toda historia de fantasía tiene sus raíces en los mitos, leyendas y tradiciones. El verdadero proceso creativo en realidad se reduce a cómo presentamos y entremezclamos temas tan o más antiguos que la rueda. Además, cualquier historia para ser creíble ha de tener tanto verosimilitud como esa inexplicable chispa de espontaneidad que apela a nuestro fuero más profundo. No puedes mezclarlo con la aspiración a deconstruirlo todo o a forjar mitos desnaturalizados que además sólo responden a los devaneos morales de una minoría de minorías. Es tanto artificial como insidioso, y se nota. Da igual que intenten camuflarlo bajo mil barnices o capas de pintura: cualquiera que tenga unos mínimos conocimientos de mitología, literatura y sobre todo ciertas sensibilidades narrativas se da cuenta de la estafa al instante.
La fantasía, sea por su naturaleza recreadora o escapista, parte de una raíz infinitamente más conservadora que revolucionaria: para crear otros mundos primero hay que aprehender el propio y haber explorado la génesis de nuestro modo de estar en él. Esto puede sonar extraño, sobre todo porque durante años se ha trabajado a conciencia para que en el imaginario colectivo el adjetivo conservador tenga connotaciones negativas y parezca lo opuesto a cualquier concepto relacionado con el arte ¿Acaso cuando escuchamos el término conservador nuestra mente no conjura la imagen de un señor de bigote gris, suéter y corbata que mira con sospecha al gamberro del monopatín desde la cerca de su chalé? Desde luego se trata de un individuo intolerante y poco imaginativo ¿Y a que el término creativo proyecta, en cambio, la imagen del artista inadaptado e idealista que en el fondo sueña con un mundo mejor? Sin duda sería imposible sentar en la misma mesa a estos espectros que acabamos de conjurar.
Lo cierto es que aunque los grandes creadores tiendan a ser individuos incompletos o defectuosos para los estándares de sus coetáneos, es esa barrera que los separa de los demás (y no en pocas ocasiones implica burla o rechazo) lo que les concede un punto de vista único para observar y representar la urdimbre de la existencia. Es una compensación que reciben a cambio de la carencia que los aleja de la normalidad. Y he aquí la médula del asunto: el creador sabe que es un bicho raro, y por tanto (quizá inconscientemente) asume la necesidad de un statu quo que le permite definirse y donde sale a pescar cosas que más tarde usará en sus historias. No podemos hacer cosas nuevas (¡ni siquiera ser gamberros transgresores!) si no reconocemos que hay algo establecido más allá de nosotros. Y no se trata de un proceso unidireccional: aunque la sociedad a veces se ceba injustamente con los que se salen de la norma, si uno de los supuestos monstruos de feria hace algo relevante o toca una fibra sensible es habitual que se le extienda una patente de corso y hasta se celebre su excentricidad.
La diferencia con muchos de los llamados artistas progresistas salta la vista: ellos no se contentan con quedarse en sus torres de hechicero y observar de vez en cuando cómo les va a los habitantes de la villa ¡no señor! Quieren establecer lo que hacen y piensan los aldeanos allá abajo: se creen llamados a definir lo que debe considerarse normal y hasta ser subvencionados por ello. Su resentimiento los lleva a querer conquistar y ser adorados, no a hacer algo bueno que trascienda épocas y personas. Aunque la creación artística sea algo muy personal siempre existe una dimensión desinteresada: el regreso del viajero para devolver el fuego a su tribu o curar al padre aquí toma la forma de ese poso cultural que queda para inspirar a otros incluso cuando su autor ha desparecido y su nombre ha sido olvidado. En cambio, el artista progresista si no se da cuenta a tiempo se acaba volviendo una figura satánica, como Melkor o Sauron en los escritos de Tolkien: por mucho que diga preocuparse por el bien común sólo se ve a sí mismo y, como estamos viendo en tiempos recientes, su única originalidad consiste en deformar la obra de otros.
*es decir, la violación hegeliana de la utopía como género literario, donde lo planteado se sabía imposible desde el principio.